sábado, 25 de octubre de 2008

Los niños se lo agradecerán

Eran las ocho de la mañana en un día nublado de invierno. Caóticamente, el anexo administrativo del Ministerio de Educación e Instrucción Pública se iba poblando de zapatos, polleras, trajes, mamelucos, carteras y sobretodos, que a medida que transcurrían los minutos y se iban ocupando los asientos se apuraban cada vez más para no evidenciar la llegada tarde. Siempre, todos los días de lunes a viernes de todo el año, se verificaba la misma rutina: cientos de seres entraban masivamente en el inexpresivo edificio, se sentaban, bebían café o mate durante todo el día, comían alguna tortilla o ensalada al mediodía, empezaban a bostezar a las cuatro de la tarde, y comenzaban su éxodo a partir de las cinco, y hasta las siete los más infortunados. Y eso era todo, y al día siguiente lo mismo, sin sorpresas de ninguna clase.
La relación que el anexo administrativo mantenía con la sede central del Ministerio era de bastante indiferencia por parte de este último. Rara vez los funcionarios del Ministerio se dignaban desplazarse las tres cuadras que los separaban del anexo, y cuando así lo hacían, generalmente era para ufanarse ante algún tercero de los logros de la actual gestión. La regla no escrita parecía establecer que, siempre y cuando el anexo cumpliese con lo que desde el Ministerio se le pedía, los empleados del anexo gozarían de total libertad para manejarse a su antojo. No había una celosa vigilancia de las costumbres ni los horarios; y pese a que el Ministerio siempre se encargaba de marcar su natural superioridad respecto del anexo, lo cierto es que lo dejaba hacer a su antojo.
En el despacho de Intendencia del susodicho anexo administrativo, trabajaba un joven treintañero llamado Ramiro. Como todos sus compañeros de sección, Ramiro llevaba una vida miserable en ese lúgubre edificio; entraba a las siete de la mañana y se iba a las siete de la tarde; es decir, trabajaba dos horas más que el resto de los empleados del anexo. La función de los empleados de Intendencia era fácil de describir, pero complicada de realizar: consistía en atender, y la mayor parte de las veces filtrar, llamados molestos, consultas inoportunas y quejas a destiempo. Debían también recibir a todos los visitantes, y asegurarse de que se encontraran allí como en su casa. Debían supervisar la limpieza general de todo el edificio, constantemente amenazada por los papelitos de caramelos y los vasitos de plástico que el resto arrojaba casi como por deporte. Tenían a su cargo también la función de ser un gigantesco depósito de objetos perdidos y legajos extraviados, todo el tiempo que hiciese falta hasta que fueran encontrados o se decidiese su destrucción en la trituradora. Y por último, y no menos importante, debían realizar todos los trámites y hacer todas las compras que cualquier otro departamento del Ministerio requiriese; sin excepción, en los tiempos indicados, y con el menor presupuesto posible.
Pero aparte de esta oscura y monótona estadía en el anexo, Ramiro tenía también una vida privada, chiquita y acorralada por las doce horas de trabajo, pero vida al fin. Estudiaba Magisterio a la noche, y esa era la razón por la que había aceptado esta deleznable labor; poco a poco, desde abajo y sin hacer ruido, podría ir ascendiendo de departamento en departamento, consiguiendo cada vez horarios más relajados y flexibles, y acercándose cada vez más a su verdadera pasión: la docencia. Un día, finalmente, daría el gran salto, y llegaría al Ministerio central, donde ya comenzaría a tomar decisiones y a influir en los programas educativos. Ramiro era un verdadero idealista, de esos que hoy ya no existen; creía en la educación como en un bien supremo que se debe brindar a todos los niños, sin importar su clase y condición, para construir un país del que realmente uno pudiera sentirse orgulloso.
Pero no era esa la única razón que impulsaba a este joven a soportar centenares de improperios telefónicos por día; había en el Ministerio central, bien cerquita de la ministra, una mujer a quien sólo había visto una vez, pero que había sido suficiente para que se enamorase perdidamente de ella. En ese fugaz encuentro, interrumpido por la antipática orden de la ministra de colgarle el saco en aquel perchero, con cuidado, por favor, que ya me rompieron uno, manga de inútiles, Ramiro no se había animado a invitar a la señorita (Nancy era su nombre) a tomar un café, o un helado, o incluso a ir al cine el sábado. Después, nunca más la había visto, pero su recuerdo sería una tortura imborrable que lo acosaría día y noche hasta convertirse en una obsesión rayana en lo enfermizo.
Por eso, aquella fría mañana, cuando tras atender el teléfono, Julia (la jefa de Intendencia) le comunicó que le habían asignado la casi quimérica tarea de conseguir el manuscrito original de un libro de cuentos del siglo XVIII para los hijos de la yegua (en obvia alusión a la ministra), Ramiro saltó de su banquito extasiado de felicidad. Ahí estaba la oportunidad dorada, perfecta, única e irrepetible, de conseguir su doble objetivo: la ministra estaría muy feliz, y probablemente lo recompensaría con un cargo a su lado, o muy cerca; y tendría la ocasión de ver a Nancy, aunque sea tan sólo una vez más, para poder deleitarse ante su hermosa presencia. Claro está que si no lo conseguía, la pena sería terrible e implacable; exceptuando a Julia, la ministra revisaría los legajos uno por uno e iría despidiendo empleados, con el tradicional criterio de “uno sí, uno no, uno sí, uno no”, al fin y al cabo, tantos sueldos gastados en levantar papelitos, y ni eso sabían hacer bien.
La tarea a realizar no era nada fácil: consistía en bucear en bibliotecas, colecciones privadas, museos, anticuarios y editoriales en busca de ese manuscrito ignoto, que contendría varios cuentos inéditos de incalculable valor literario. A la ministra se le había antojado que sus hijos leyeran ese tesoro literario, y necesitaba, sí o sí, el manuscrito en su escritorio a las quince horas. Caso contrario, procedería como ya hemos referido.
Cuando nuestro circunstancial héroe salió del anexo, ya eran las nueve. Corriendo, sin respetar semáforos ni prioridades, fue hasta la Biblioteca Nacional; allí sabrían algo. “Hm, qué raro” dijo la bibliotecaria, “la verdad es que no me suena”. La solicitud fue transferida a otra bibliotecaria, que tras fingir que buscaba, se encogió de hombros; y por último, lo recibió el mismo director de la Biblioteca, que mencionó haber oído de ese tesoro, pero que no estaba seguro de que estuviese en el país. “Pregunte en Editorial Arcaica; por ahí saben”. Nuevamente volando, Ramiro atravesó el anárquico centro de la ciudad, chocándose contra postes, peatones y policías, hasta que llegó a la Editorial Arcaica.
La Editorial consistía en una sucia oficina, donde dos empleados atendían con el mayor desgano posible a cualquiera que viniese a importunarlos. “¿El manuscrito de Cuentos Dorados? No, acá no”. “¿Seguro? ¿No habrá una posibilidad?”. “No”. “¿Y no sabe dónde...?”. “No”, lo interrumpió uno, mientras el otro estornudaba sin siquiera taparse la nariz. “Ni idea”.
Desesperado, Ramiro salió a la calle. Esto no iba a ser fácil: si el dichoso libro no aparecía, él y otros serían echados sin ninguna compasión, y sus sueños de la docencia y de ver a Nancy se alejarían hasta perderse en el universo de lo imposible. No, tenía que hacer algo. Algo, cualquier cosa. Mientras daba vueltas en círculo como un loco y los transeúntes lo miraban de reojo, como con preocupación, se le ocurrió la solución. Cuando estudiante, él iba a estudiar a una biblioteca barrial, humilde en su inventario de publicaciones, pero cuya directora era una antigua profesora de literatura especializada en narrativa antigua. Ella podría aconsejarlo. Con algo de recelo por alejarse del centro cívico de la ciudad, Ramiro se decidió a tomar el subte hasta el barrio de su infancia. El viaje fue lo más parecido posible a encontrarse en una licuadora: a cada estación, más y más existencias se iban subiendo a los vagones, indiferentes al ruego de los que ya estaban adentro, que clamaban “No entran, no hay lugar”. Ramiro se sentía cada vez peor en esta especie de sauna humano, cada vez más constreñida su generosa humanidad entre los asientos, la puerta y la pared. El conductor no ayudaba: como si disfrutara (y probablemente lo estaba haciendo), se dedicaba a acelerar y frenar bruscamente, provocando masivas caídas al suelo y tironeos. Se desmayó la señora, un asiento por favor, alguien, un poco de sentido común, muchachos, no van a poder entrar. Al borde de la asfixia y el desmayo, Ramiro decidió bajar una estación antes: no hubiera soportado un minuto más en esa hoguera. Caminando rápidamente, ganándose los insultos de todos los automovilistas que casi lo atropellaron, llegó a la biblioteca.
Allí estaba ella, Gladis, la antigua y eterna directora, que lo reconoció enseguida. “Así que el manuscrito de Cuentos Dorados, y para la ministra de Educación. En vez de ponerlo como bibliografía obligatoria, se lo da a sus hijos... egoísta, resentida, como todo este gobierno y sus votantes, y las empresas...”. La perorata moralizadora de Gladis parecía no tener fin, y el tiempo pasaba: las doce. “Porque así el país... y la justicia, los valores, el ser nacional...”. Ramiro no tuvo más remedio que sacarla de su trance oratorio; aquella mujer debía sentirse muy sola, pero él tenía algo que hacer, y de eso dependía su vida, si no quería morir como ordenanza. Gladis se quedó pensativa un minuto; se acordó de algo, hizo unos llamados telefónicos, de los cuales extrajo unos números para hacer otros llamados, y de estos, nuevamente se derivaron otros, y así hasta la una de la tarde, cuando dijo: “Ya está: lo tiene un coleccionista en Morón. Todo tuyo, y a ver cuándo pasás más seguido, que acá se te extraña...”. Pero Ramiro no pudo responder: Morón. Las tres hasta que llegara allí desde Chacarita, ¿cómo volvería a tiempo? Inútil pedir un taxi al Ministerio, la ministra lo quería en mano, en su escritorio. Y no podría ver a Nancy.
Jugándose el todo por el todo, Ramiro se arriesgó al ver una vieja camioneta que estaba siendo descargada por unos obreros. Cuando pasó al lado, fingió un desvanecimiento; los obreros, asustados, le dieron agua y lo sopapearon para ver si se incorporaba, pero no tuvieron éxito. Con un dejo impostado de voz, Ramiro les suplicó que lo sentaran en la camioneta, así se recuperaría. Dudando, lo subieron, y, no bien estuvo allí, Ramiro, súbitamente recobrado de su falso malestar, arrancó a toda velocidad, no sin antes gritarles que perdón, pero que era una causa justa. Atravesando semáforos en rojo, yendo de contramano, pasando por barreras bajas, tocando permanentemente la bocina a fin de amedrentar peatones y ciclistas, nuestro héroe se dirigió hacia la autopista, no sin rozar la camioneta contra al menos cinco paredes y subirse diez veces a la vereda. Exigiendo toda la potencia de que el viejo rodado era capaz, Ramiro se desesperó al comprobar que ya eran las dos y cuarto cuando casi se estrelló contra el portón de la lujosa mansión que era su destino. Tocó durante casi un minuto seguido el timbre, hasta que una mujer joven le abrió la puerta; sin dar explicaciones, se zambulló en el interior de la casa, y gritando descontroladamente, se dirigió al dueño de casa, rogándole que por favor, que pensara en esta su única oportunidad, que la educación de los niños del país estaba en juego y que diez familias se quedarían sin sustento.
Casi divertido, el hombre sujetaba el preciado objeto entre sus dos manos, como quien sabe que al final cederá ante los caprichos de su nieto preferido. Con una sonrisa y una mueca de resignación, le dijo: “Esta bien, llevate tu libro, pero pedile a la ministra que me llame; ella tiene otros ejemplares también muy valiosos, y que llenarían tan bien aquel huequito de esa estantería...”. Sin dar las gracias, pero con lágrimas en los ojos, Ramiro salió disparado hacia “su” maltrecha camioneta, arrancando a toda velocidad y volviendo a la ciudad tan desenfrenadamente como había partido.
En el trayecto, pensaba en lo que sucedería: la ministra sonreiría, y esta vez sería de verdad, no con esa mueca ácida que tan repugnante resultaba. Acto seguido, tras un discreto agradecimiento (la ministra no era efusiva), lo invitaría a pasar a tomar un café, y él, como quien no quiere la cosa, comenzaría a hacer comentarios sobre los valores educativos de hoy en día, y la crisis social y moral que vive el país, y la necesidad de hacer un cambio, siempre, por supuesto, dentro de las actuales líneas. La ministra concedería, y le agradecería estar al tanto de su gestión; y él, sonrojándose por tan alto cumplido, le comentaría que ese era un tópico del programa de Pedagogía IV, la que cursaba a la noche. Sorprendida, ella le preguntaría si estudiaba Magisterio, y él, tímidamente, diría que sí. Y agregaría que estaba pensando en dejar su trabajo en la Intendencia para conseguir un ingreso mayor en alguna escuela, a lo cual ella, negándose rotundamente, replicaría que de ninguna manera, que hombres así eran necesarios en el Ministerio, y que le agradaría, sin que ello fuera una presión (aunque supiera que sus deseos siempre eran órdenes para los demás) que la asesorase en algunos temas. Y ahí Ramiro dejaría la mugrosa Intendencia, y se codearía con la ministra y los más altos referentes en educación; y acaso, le podría preguntar a alguno de ellos qué gusto de helado prefería Nancy, y así, con ese dato, invitarla a salir. Amor y prosperidad se unían en un horizonte perfecto, inmaculado, paradisíaco.
Pensando en estas cuestiones mientras manejaba como un bólido por la ciudad, Ramiro llegó, sin darse cuenta, al Ministerio. Eran las tres menos dos minutos. Sin preocuparse en estacionar la camioneta, el joven subió corriendo las escaleras. Expulsando a todos los ocupantes del ascensor, logró subir solo y marcar el piso 16, donde sabía que estaban la ministra y Nancy. Tras un minuto que pareció eterno, la puerta se abrió y Ramiro, acomodándose la camisa y la corbata, se apersonó en el amplio salón, justo en el momento en que la ministra y Nancy salían de un despacho.
-“Qué tal, señora ministra, cómo le va”- balbuceó casi guturalmente Ramiro, turbado por la vista de Nancy- “Traigo aquí conmigo este ejemplar único que usted había encargado...”
La ministra sólo esbozó su mueca ácida, y miró su reloj. Justo a tiempo. Con una sonrisa esta vez verdaderamente sincera, dijo, como al pasar: “Felicitaciones, joven, ha hecho usted algo realmente imposible. Mis hijos lo disfrutarán tanto... Espero que no le haya costado mucho conseguirlo”.
-“Oh, no, para nada”- se ruborizó Ramiro, consciente de que se jugaba su futuro en este diálogo- “Sólo fue cuestión de esforzarse, y de trabajar duro por los valores éticos en los que uno cree. Eso al menos es lo que nos enseñan en Pedagog...”
-“Le presento a Nancy, mi fiel asistente”- lo interrumpió amablemente la ministra, quien sin embargo empezaba a sentirse incómoda con este sujeto. Lo que Ramiro ignoraba era que la ministra no soportaba hablar con un subordinado por más de dos minutos.- “Y le recomiendo que la felicite, porque el mes que viene se casará con un empresario muy buen mozo”.
Atónito, Ramiro intentó balbucear una felicitación, mientras trataba de digerir la deletérea noticia que le acababan de dar. Tal vez fue por el impacto que le causó aquella confidencia, que tampoco pudo responder a la última orden de la ministra antes de que esta tomase el ascensor. “Y una vez que haya felicitado a Nancy, diríjase a su puesto en la Intendencia del anexo. Personas laboriosas como usted hacen falta en ese antro de vagos. Difunda su experiencia, y dé el ejemplo. Quédese allí unos años más, inculcando el valor del trabajo duro entre los holgazanes de sus compañeros. Y verá como los niños de la Patria se lo agradecerán”.

lunes, 29 de septiembre de 2008

sábado, 28 de junio de 2008

Jascha Heifetz (Tesis)

Interpreta, acompañado por organo, Chaconne en G menor de Ferdinand David.

jueves, 26 de junio de 2008

"mi Holanda"

Se detiene el colectivo, el 60, y me subo, en los asiento del fondo me espera ella, Natalia, pero por ahora no la veo, solamente al conductor, apenas entra en su asiento, en continua pugna con el volante, no es de acá, se delata, desde su piel hasta su “¿Cuánto?”, “90” y retiro los diez centavos sobrantes, guardo la moneda en mi bolsillo y empiezo a atravesar el pasillo, sus paredes empedradas con ancianos, madres con hijos en sus faldas, asientos vacíos y luego una pareja en su veintena, sus manos entrelazadas, otros asientos vacíos, demasiados, extraño mas allá de un sábado a la mañana, y hasta el final, en las cinco filas de asientos que restan, esporádicos hombres, mayores, una mujer joven inmiscuyéndose, rubia para aumentar el contraste, y atrás, a apenas dos filas, la veo, a Natalia, ella ya me vio, me sonríe y le sonrió, tiene ojos verdes, “Hola”, me siento a su lado, es frágil, algo pálida, como los inviernos en Holanda, como despertar bajo 15 grados dentro y menos 5 fuera, como ver tras ventanas empañadas los árboles, los autos, los paraguas, blancos, todo blanco, su blanco “¿En que estas pensando?”, “Nada, nada, en el parcial del lunes” “Ahh, Igual, te va a ir bien, siempre te va bien, si leis…, ya he salido de mi casa, al blanco, con mi hermano, nos espera la escuela dentro del auto, cubierto de un fino manto de agua caliente, de esta mañana, de prever el invierno “¿Roberto?” “Te escucho, capitulo 25 y 26 sobre todo” “Te me vas a veces, creo” “De tu lado, nunca” y nos sumimos en esos silencios nuestros, igual, ella tiene a alguien, justo va a ver a ese alguien, compartimos el viaje a ese alguien, compartimos esa media hora, media hora de nuestros silencios, mi mejor media hora, “¿Y vos, ya te leíste todo?” “Y si, si faltan unos días” “Que raro” “Callate” se ríe y tira las mangas de su pulóver hacia delante, cubriendo, o intentando cubrir, en su muñeca, una nueva marca violácea, purpúrea, cárdena, de juegos de niños y caídas en el congelado suelo, de una puerta de aula o auto a destiempo, de una mano que tuerce la muñeca, una mano familiar, de casa, de padre, ella sabe que la vi y la esconde bajo su pierna “Tengo frío”, me sonríe y le devuelvo la sonrisa, o algo parecido, y regresamos a nuestros silencios, pero mis recuerdos están más cerca que ella, años mas próximos que unos centímetros, un entre asientos, porque no hay marcas en mis árboles, autos o paraguas, solo blanco “Esta es mi parada”, se levanta, rápida, y nos despedimos, besos en las mejillas, “Estudia” me advierte, con su sonrisa, yéndose, llevando en su piel, su palidez, en su corta cabellera roja, mi Holanda.
Roberto EM

Charly García - "Los dinosaurios" (Sintesis)

Separar la obra (la nota, la palabra, la pincelada) de la carne.

sábado, 14 de junio de 2008

Fanático de Sony

Cierta tarde de verano, de esas que obligan a cuestionarse si era realmente necesario salir, ocurrió algo curioso en el colectivo en el que yo a la sazón viajaba. Desafiando la abulia y el desgano generales, subió un “simpático” vendedor a bordo, con la noble misión de proveernos de unos curiosos, y a mi juicio, bastante contrahechos, auriculares de marca Sony. Digo contrahechos ya que estaban empaquetados en unos blister de cartón de apariencia muy poco atractiva, y tenían diseños extrañamente irregulares y de colores más o menos primaverales; es decir, no satisfacían absolutamente ninguno de los criterios que nuestra costumbrista mente de consumidores espera de los productos tecnológicos.
Completando el cuadro de desubicación y bizarría, el propio vendedor no era mucho mejor que sus dudosos productos. Rengueaba ostensiblemente con la pierna izquierda, cargaba con un bolso azul de lo más incómodo, y su voz provocaba la sensación de estar siendo “acariciado” por una lija. Sin embargo, eso no era lo peor; debido a vaya uno a saber qué causa, sus mandíbulas izquierdas permanecían siempre juntas e inseparables, cual recién casados en luna de miel. Esta pintoresca unión resultaba en un perturbador siseo acompañado por esporádicos escupitajos, supuestamente involuntarios, que se proyectaban desde las mandíbulas que sí se abrían.
No obstante, pese a todas estas imperfecciones, o tal vez gracias a ellas, este hombre me parecía digno de admiración. El hecho de que una persona así se animara a enfrentarse con ese calor asesino, cargando ese molesto bolso, para ofrecer esos antipáticos auriculares a unos pasajeros totalmente avasallados por ese inhóspito clima, era aplaudible. Me pareció la muestra de coraje, tenacidad y perseverancia más impactante que había visto en mucho tiempo. Ya estaba paladeando mi simpatía cuando el infortunado vendedor perpetró el peor atentado posible contra lo poco que restaba de su buena imagen.
Frente a lo que debe haber sido una patética muestra de desconocimiento de la marca por parte de la persona sentada delante de mí, el personaje montó súbitamente en una ira irrefrenable y voraz contra todos nosotros, insospechados cómplices de la supina ignorancia del de adelante. Olvidando por completo conceptos básicos de un vendedor (simpatía, buena educación, respeto, y por qué no, mucha paciencia), el hombre comenzó a increpar duramente al pasajero, recriminándole su desconocimiento de la benemérita marca Sony. “Cómo no sabe lo qué es Sony... una de las principales marcas del mundo en tecnología... por Dios, que público este...”. Demás está decir que en la “u” de “público” se precipitó un escupitajo de lo más desagradable, que impactó a pocos centímetros de mi pierna. Mientras me reponía del shock, y evaluaba seriamente la posibilidad de huir de las iras del fanático de Sony, una palabra me retumbaba en la cabeza: “público”. ¿Acaso es público el pasaje de un colectivo? ¿Tiene “público” un vendedor”? ¿Cuál era la función a la que habíamos asistido? ¿Tan espectacularizada está nuestra sociedad, que por el solo hecho de sentarse uno ya es público? ¿Se concebía este hombre a sí mismo como un espectáculo? Mientras reflexionaba sobre estos tópicos, y esquivaba los escupitajos, decidí declinar la oferta de los auriculares, y rogar que Sony nunca más me ofreciera nada a bordo de un colectivo.