De todos es sabido que, si hay una buena época del año para la cultura en Buenos Aires, es justamente ésta: desde marzo hasta los primeros días de mayo. En este período, la ciudad ofrece una gran variedad de espectáculos y festivales de todo tipo: la Feria del Libro, el Quilmes Rock, recitales gratuitos, exposiciones en los centros culturales (Konex, Malba, Recoleta), obras de teatro, etc. Y el cine, por supuesto, no es ajeno a este fervor. Desde hace diez años, la ciudad organiza, en el mes de abril, el BAFICI (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente), donde se proyectan numerosas películas, documentales, cortos y retrospectivas de directores independientes, fuera del circuito comercial. El BAFICI suele ser un lugar de encuentro y socialización para muchos jóvenes y no tanto, a quienes une un interés por ver un cine diferente, que difícilmente pueda verse en otro lugar. Atraídos por este poderoso cebo, decidimos enfilar directo hacia el Abasto, sede principal del BAFICI. El plural refiere a una compañera de la facultad, y a mí.
Es martes a mediodía, en un día muy frío en el que el sol va siendo tapado por una nube asesina de humo proveniente del Delta. En el Abasto no circula mucha gente; cualquier comparación con algún fin de semana y su clásica concurrencia es idílica. En esto estamos de acuerdo los dos. Ambos somos principiantes en estas lides del BAFICI, y como tales, cometemos los errores clásicos y de manual que de ninguna manera podríamos haber esquivado: ir a comprar las entradas a cualquier parte menos a la boletería, no recordar con claridad el título del “filme”, y otras yerbas por el estilo. A la hora convenida, entramos en la sala, no sin antes haber pisado los mullidos pasillos característicos de los cines de los shopping, tan trajinados por otro tipo de público. En cierta forma, es extraño percibir tanta comodidad, lujo y confort al servicio de un cine alternativo que suele renegar de aquel que ocupa normalmente estas salas; aunque pensándolo lógicamente, no se ve una razón por la que esto no habría de ser así. Fruto tal vez de esta curiosa sensación es el comentario, muy poco feliz según mi entender, de mi compañera, que sugiere comprar pochoclo para mitigar el hambre. Más papista que el Papa, la reprendo duramente, argumentando que el pochoclo es una pésima imagen para ser vista durante la proyección de una película alternativa, y que esto no es, justamente, cine pochoclero. Finalmente, la autorizo a comer un generoso sándwich de milanesa, cosa que no hace supongo que debido a razones de higiene y respeto para con los demás asistentes.
La concurrencia es bastante numerosa, teniendo en cuenta lo atípico del horario. Se ve mucha gente sola, venciendo ese temible “¿Una sola entrada?” espetado por el boletero, situación que tan bien encarnara Peretti en la película “No sos vos, soy yo”. El hecho de que este sea un cine más pensado para la reflexión que para el mero esparcimiento, posibilita y hace más tolerable la soledad. Hay mucha gente joven (ese es el gancho), pero también se ven personas más grandes, especialmente mujeres, y algunas parejas de gente mayor. Contrariamente al prejuicio y al lugar común que uno pudiera suponer, la concurrencia no tiene un aspecto tan “alternativo”; son frecuentes los celulares, no abundan peinados estrafalarios, la confección de la ropa no presenta ninguna singularidad, no hay, en resumen, nada exterior que permita identificar a alguien como espectador del BAFICI, o no. En mi modesta opinión, esto me parece fantástico; desmitificar y romper barreras, especialmente cuando de cultura se trata, siempre es una experiencia valiosa.
Finalmente, la película da comienzo; se llama “Cycling Chronicles: Landscapes the Boy Saw” (esto en una dudosa traducción al inglés) y trata sobre un joven japonés que, tras asesinar a su madre de unos cuantos golpes con un bate de béisbol, toma su bicicleta y comienza a recorrer las rutas de Japón hacia el norte, durante el invierno. El móvil del asesinato no queda claro, ni tampoco resulta relevante, aunque la película entera pueda ser vista como una gran alegoría y una manifestación del descontento de los japoneses con el rumbo que ha tomado dicho país desde la Segunda Guerra Mundial. En la película, proliferan personajes que recuerdan, hablan y callan otra cultura, otro país, otra forma de vida que va desapareciendo. En ningún momento, el film deja de ser una oscura y desoladora fotografía de una inmensa soledad que, aliada al mar y a la nieve, va carcomiendo a todos sus personajes hasta sumirlos en un vacío tan profundo que, desde este lado de la pantalla y a 12.000 kilómetros de distancia, también se siente.
Como nota de color, y para demostrar que nunca falta alguien fuera de lugar, me gustaría decir que, cuando la película se hallaba próxima a su fin, en uno de esos momentos de paroxismo angustiante, uno de los espectadores comienza a buscar desesperadamente “algo” (las comillas son irónicas) que se le había caído, iluminándose, para tal fin, con la luz de su teléfono celular. Mientras le dirijo una mirada de reproche infinitamente más dura que la que le dediqué a mi compañera a raíz del frustrado pochoclo, no pude evitar recordar ciertas situaciones similares que me habían ocurrido a mí, con la única (y vital) diferencia de que yo nunca generé tanto escándalo. A cualquiera se le puede perder algo en las insondables profundidades de la oscuridad de un cine (mi compañera casi se olvida el pulóver); el quid siempre es manejarlo con elegancia y tacto, y si hay que moverse, que parezca un inofensivo desperezamiento. La agitación llega a su fin cuando, preocupada por lo que observa como un murmullo y un frenesí crecientes, la encargada del salón profiere algunos sonidos de índole casi gutural por el altavoz. El pobre desdichado finalmente se queda quieto, sin haber logrado su objetivo, con lo que puedo volver a enfrascarme en la película y en la creciente angustia que la misma supone.
Con el final de la película, llega un momento muy esperado por mí; y es aquel en el cual, en medio del trajín que supone levantar los abrigos, estirarse la ropa y prender los celulares, los espectadores comentan, ya sea verbal o gestualmente, su opinión sobre la película. Es momento del cine-debate, por así decir, y estoy ansioso a la pesca de alguna impresión, una cara, una lágrima, incluso un silencio; algo que revele una huella dejada por la película. Sin embargo, debo admitir que quedaré chasqueado, y no será la primera vez que me pasa; para mi asombro, las otras personas se limitan a recoger sus abrigos, y a emprender un rápido descenso por una gigantesca rampa, que da a unos ventanales por los que se filtra la luz solar totalmente difuminada por el humo. Y en ese momento me invade una extraña sensación de irrealidad, de no-pertenencia, de incomprensión. El silencio, la falta de comunicación, el mecánico descenso por la rampa y lo antinatural de esa luz natural, me llevan a meditar, apenas esté en condiciones de hacerlo, sobre cuán poco difiere la problemática exhibida por la película y la nuestra propia; cuán solos estamos en este mundo y cuántas divisiones nos delimitan. No quiero afirmar aquí que el silencio sea necesariamente algo negativo, ya que puede significar simplemente que la gente se toma más tiempo para formular algún comentario. Sin embargo, recuerdo que, hace no muchos años, era moneda corriente lanzar aunque sea una primera frase indicativa de lo que luego sería un largo análisis. No voy a decir que este hermetismo sea privativo del BAFICI, ya que me ha pasado en otro tipo de experiencia; no deja, sin embargo, de llamarme poderosamente la atención. En este marco, casi agradezco el comentario sumamente despectivo de mi compañera (“fue la hora y media más larga de mi vida”), porque, aún cuando no esté ni un poco de acuerdo (la película me llegó bastante hondo, debo admitir, y no es frecuente que eso suceda), al menos es una expresión de algo, de un sentimiento, de una emoción, o por lo menos, de la falta de ella. Mientras descendíamos por esa rampa surrealista, no pude menos que sentir que, en definitiva, Japón y el Abasto no están tan lejos.
sábado, 14 de junio de 2008
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