Caminé por las calles desiertas, o casi desiertas, de una zona de chalets. Algunos habitantes, a pesar de la hora matinal, ya estaban levantados; me miraban pasar desde los garajes. Parecían preguntarse qué estaba haciendo yo allí. Si me hubieran abordado, me habría costado mucho contestarles. En efecto, nada justificaba mi presencia allí. Ni en ninguna otra parte, a decir verdad.
El viaje en micro había estado libre de incidentes de cualquier clase, siendo más parecido a un gigantesco ataúd colectivo que al éxodo de alegres y despreocupados turistas que se suponía debía ser. Es probable que en esa quietud influyera la noche, que como sabemos, genera extraños efectos sensoriales cuando se viaja a través de ella; las formas, los cuerpos y los colores se funden en una única y monótona masa, cuya apariencia, lejos de ser tenebrosa, resulta mortalmente aburrida. Durante la travesía, yo había participado de la abulia general, la mente en blanco, no sintiéndome mucho más vivo que un sapo de jardín cualquiera.
Calle Los Geranios 2.471: aquel era mi destino en aquella hermosa pero execrable ciudad costera, que en estos meses se ocupaba de fingir felicidad, cordialidad y entusiasmo para poder sortear el invierno sin morir en el intento. Afortunadamente, la casa no estaba cerca del mar, y por ende, tampoco de los turistas.
Mientras caminaba por la zona de chalets antes mencionada, me puse a pensar en todo lo que tenía que hacer una vez llegado allí. Las instrucciones de mi madre habían sido bien claras, aunque no muy entusiastas: hospedarse confortablemente pero sin molestar al tío Darío ni a la tía Jimena; expresar un razonable dolor por la muerte de papá; preguntar cómo andaban las cosas por la ciudad y el campo; averiguar en qué situación se encontraban la estancia y el criadero de chanchos familiares; contactarse con el abogado para empezar la sucesión; contratar pintores y albañiles si fuera necesario hacer un arreglo; en resumen, hacerme cargo. Garantizar que la división de bienes fuera correcta, justa y equitativa; y con la mayor cordialidad posible.
Mientras el sol salía, también comencé a recordar los no tan lejanos días de mi infancia. Los asados de los sábados, las tardes en el jardín, las mañanas en el campo, los paseos en camioneta, las temporadas de caza... todo lo que aseguraba mi infantil felicidad, y la unión familiar. Después, comenzaron a pasar cosas extrañas, una a una, sin mucho ruido pero pasando al fin. El tío Darío, que no había tenido hijos, se muda a esta espantosa ciudad costera; papá se deprime; mamá se aleja; se acaban los asados; mis otros primos se van diluyendo; la abuela Andrea se suicida de un sospechoso escopetazo; nos mudamos; aparecen deudas; y sobre todo, la estancia. Nunca más fuimos a la estancia, no se oyó hablar de las cosechas, no vimos más a los perros, no volvimos a pasear cerca del alambrado. Algunos en el pueblo comentaban por lo bajo las casualidades, la desaparición repentina del tío Darío, nuestra creciente pobreza, las excelentes cosechas que empezaban a obtenerse, nuestra deteriorada casa, el auto nuevo de Darío, la depresión de papá, los viajes a Europa de la tía Jimena, la enfermedad de mamá... Yo no escuchaba, simplemente era absurdo; con lo unidos que eran papá y Darío. Cómo pensar eso, qué crueldad, qué cinismo, qué desencanto del mundo: simplemente, a uno le había ido bien, y al otro no. Papá estaba deprimido, y no quería visitar la estancia porque le traía recuerdos; sólo era eso, y se lo respetábamos. Lo otro, en cambio, tan retorcido...
Casi sin darme cuenta, llegué a destino: Los Geranios 2.471. Había olor a tierra mojada, y vi, por una ventana, que la tía Jimena regaba el jardín. Toqué timbre: en el interior de la casa alguien arrastró una silla, y vino caminando en pantuflas, pisando ostensiblemente. Se abrió la puerta, y vi al tío Darío envuelto en una gabardina, pulcramente afeitado, el diario en la mano, hecho todo un gentleman.
Probablemente, en el guión original estuviera previsto un largo abrazo, alguna exclamación, varias lágrimas; en cambio, sólo se oyó mi voz preguntando “¿Es verdad lo de la estancia?”, y, sin dar tiempo ni a responder, se vio mi mano empuñando el revólver y disparando acertadamente, sin fallar, como cuando lo de la abuela Andrea hace unos años y lo de papá hace unos días nomás. En medio del tumulto, los gritos, la sangre y las sirenas, un solo pensamiento cruzó mi mente: “Toda mía”.
viernes, 6 de junio de 2008
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