sábado, 14 de junio de 2008

No vendrá a visitarnos

Las cinco. Hora de ir a buscar a los chicos al colegio, traerlos a casa, hacerles la merienda, prenderles la tele y dejarlos haciendo la tarea. A las seis, tendré que agarrar la vieja camioneta y pasar a buscar a mi mujer al trabajo; y antes de las siete, ya tendremos que haber vuelto. Hoy es martes, día de compras; ella tiene que ir sí o sí al supermercado, a la verdulería, a la pescadería, y a no sé cuántos negocios más. Sí o sí, porque si no, en esta casa no se come, y ella, obviamente, es la única que se mata trabajando en la casa y en la oficina, y atendiendo a los chicos, y toda la serenata. Ella sola, como si yo no hiciera nada. Como si yo no trabajara nueve horas por día, seis días a la semana, en un depósito mugroso; “empleado de logística”. Ja. Lindo eufemismo para decir “che pibe”. Logística, no me hagan reír. Saben lo que hago con su logística... Claro que ellos igual saben que no puedo decir nada; estoy ahí porque lo necesito. Para mantener a los chicos. Los chicos...
Los chicos no son mis hijos. Son mis sobrinos. Cuando la mujer de mi hermano falleció, él se las tuvo que rebuscar. Primero vivió un tiempo con nosotros, después en una pensión. Y después se consiguió un laburo en el exterior. Un lindo trabajo, para una empresa internacional, con viajes por todo el mundo incluidos, todo pago. Bueno, a decir verdad, el trabajo de lindo no tenía nada: tenía que colaborar con el desentierro de minas y bombas enterradas en guerras anteriores, y que obviamente, podían explotar en cualquier momento. No era fácil, pero era buena guita. Y viajaba. Claro, no se podía llevar a sus críos; en adopción, tampoco los iba a dar, aparte ya eran grandes. Y bueno, nos ofrecimos a tenérselos, sabiendo que el sueño de tener nuestro propio hijo se postergaría unos años más.
Parte del pacto consistía en que enviaría mensualmente, o con la mayor frecuencia posible, alguna suma de dinero que nos ayudase con la crianza de sus hijos. Se demoró unos meses, pero al final empezó; aproximadamente a mediados de cada mes, llegaba un sobre con plata. No era mucho, pero servía. Los chicos estaban bien alimentados, iban al colegio, incluso hasta les podíamos pagar fútbol. En los sobres llegaban también cartas; la mayoría dirigidas a mamá y a los chicos, algunas otras, las menos, a mí. Yo agarraba la mía y me iba a la pieza a leer, mientras mi mujer les leía a los chicos la suya. Prometía volver pronto, y traer muchos regalos. Decía que había ahorrado, que lo suyo era peligroso pero que se podía vivir. Cuando volviera, se iba a comprar algo cerca de la casa de mamá, e iba a llevar a los chicos a un buen colegio. Iba a rehacer su vida, decía. Para que los hijos lo perdonasen por no haber estado con ellos, que se pudieran sentir orgullosos de él. Y que nos extrañaba mucho a todos, y que nos agradecía la mano que le estábamos dando.
Un día, veo un sobre distinto. Más colorido, más grande, más alegre, más todo. “Hawai” decía. Me quedé de una pieza. Hawai. ¿Habrá bombas enterradas en Hawai? El texto de la carta era breve, simplemente decía que había conocido una mujer, en fin, el tiempo solo, la distancia, blablabla. Hasta se sentía culpable por lo de su mujer, qué diría desde allá arriba. ¿Entenderían los chicos? Decidí no hacer ningún comentario, excepto el ya clásico “papá va a venir dentro de un tiempo, los quiere mucho mucho, mientras el tío les dice que se vayan a bañar... el que más rápido termine, se come un helado de postre”. Postre. El postre se lo estaban comiendo en otro lado. Y encima la fotito. Ella en bikini, abrazados los dos. Justo entonces que yo estaba mal con mi jermu. Todo mal, cuestión de laburo, la casa un desorden, el jefe que le tiraba los galgos, y encima estos pendejos que eran bastante maleducados, y a ver cuándo mi vieja se deja de hacer la otaria y se los lleva de vacaciones. Y el otro ahí en Hawai, con la minita esa, que no es gran cosa, es verdad, pero al menos es algo.
Y después, que los viajes a Pakistán, a La India, al Líbano, a Arabia, a Mongolia, a no sé dónde más. Cualquier excusa es buena para que la mensualidad se atrase. “A partir de ahora, hermano, tendré que mandarte el sobre cada dos meses, ya sabés, los talibanes controlan...” ¿Con el doble de plata? Pse, relativamente. Acá todo aumenta, y la generosa dádiva que nos da se queda igual. La carta que le mandé comunicándole sobre la inflación, nunca me la respondió. “Dirección inexistente”, me decía el sobre devuelto, así estampado con tinta roja. Cómo va a ser inexistente, si desde ahí mandó la foto de la minita con la que está saliendo, no la hawaiana, otra, esta con aspecto de alemana. Yo me alegro a medias, está bueno que los pibes tengan una figura materna, pero la verdad podría dejarse de escorchar con tanto hula-hula y con tanta alemana, y venir él mismo a hacerse cargo. No sé, diez días le pido, algo. Mamá ahora está complicada de salud, y la verdad, a mis sobrinos no hay quien los banque. Mocosos insolentes, ahora se les metió la idea en la cabeza de que quieren salir de noche. Y mi jermu aprovecha a llevarme la contra, que la castración, que la necesidad, que el impulso, que la naturaleza, que el grupo de pertenencia, y esas paparruchadas. Ahora se hace la psicóloga, está en superada. “¿Sabés qué, Clara? Manejalo vos. Vos sabés, hacé como quieras”. Que no, porque son mis sobrinos, y es mi hermano, y bla. El otro, ni enterado, total, es más fácil seguir extrañando que ponerle el cuerpo a los problemas. Y suerte tiene que yo le esconda las fotos de sus minas a mi mujer, que si no fuera por eso, andá a saber dónde estarían los chicos ahora. Tampoco digo nada sobre eso de que hace cuatro meses que bajó la remesa que mandaba; ya no sé cómo dibujársela a la bruja de que no alcanza más la guita. Creerá que tengo otra. Pobre diabla, como si ella sola no fuera suficiente, voy a tener otra. No me hagan reír.
Y la verdad, estoy hinchado de guindas. Ya a mis sobrinos, honestamente, ni bola, el otro día vinieron borrachos a casa, un desastre. Mi esposa no se hace más la psicóloga, tampoco sabe qué decir. Mejor, así no habla más. No la aguanto. Podrido me tiene. Ya vio las fotos de las minitas de mi hermano, la hawaiana, la yanqui, la alemana, la egipcia, todo el atlas. Se peleó con mi vieja también, intentó encajarle los pibes, mi vieja obviamente no pudo ni quiso, y así están. Nadie se habla con nadie, lo mínimo indispensable. Me ascendieron en el depósito, ahora soy jefe de logística. Siempre la logística, que palabra de porquería, por qué no la cambian digo yo. Mientras te explotan, te dicen que aguantes, que banques, que la empresa, que el momento, tatata. Igualita a mi hermano, la empresa. Podés creer que nunca vino. Ni una semana, nada. Y yo teniéndole la vela con las bestias de los hijos, que menos mal que no me dicen papá, si no los surto. Yo no tengo hijos. No tuve, no pude, a veces digo que no quise. Menos mal, para tenerlos con Clara, mejor no tenerlos. Pero de ahí a que me encajen por quince años los de otro... no sé, hermano, hacete cargo. Me vas a decir que nunca te dieron vacaciones en el laburo, tanta empresa internacional y que sé yo, y nada.
Y un día llego, y otro sobre. Menos mal, hacía casi un año que no mandaba nada. A ver si se acuerda de que tiene familia, que no vivimos del aire. Abro mecánicamente el envoltorio, justo se acercan Clara y los chicos. Mi vieja está de visita en casa. En el apuro y la ansiedad, tardo en darme cuenta de que lo que saqué del sobre no es un cheque ni nada por el estilo, sino un escueto papel escrito a máquina, donde un tal Coronel Jorgen lamenta informarme que debido a un trágico suceso acaecido en Somalia, la empresa tiene la dolorosa obligación de informarme que el señor Ricardo Juan López, es decir mi hermano, perdió la vida a consecuencia de la infortunada explosión de un artefacto militar enterrado en una aldea indígena. Miro a los chicos, a mi vieja, incluso a Clara, y me refugio en la carta; no sé cómo voy a explicarles eso de que mi hermano realmente los quería mucho, pero que, por el momento, va a seguir sin poder volver a visitarlos.

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