sábado, 25 de octubre de 2008

Los niños se lo agradecerán

Eran las ocho de la mañana en un día nublado de invierno. Caóticamente, el anexo administrativo del Ministerio de Educación e Instrucción Pública se iba poblando de zapatos, polleras, trajes, mamelucos, carteras y sobretodos, que a medida que transcurrían los minutos y se iban ocupando los asientos se apuraban cada vez más para no evidenciar la llegada tarde. Siempre, todos los días de lunes a viernes de todo el año, se verificaba la misma rutina: cientos de seres entraban masivamente en el inexpresivo edificio, se sentaban, bebían café o mate durante todo el día, comían alguna tortilla o ensalada al mediodía, empezaban a bostezar a las cuatro de la tarde, y comenzaban su éxodo a partir de las cinco, y hasta las siete los más infortunados. Y eso era todo, y al día siguiente lo mismo, sin sorpresas de ninguna clase.
La relación que el anexo administrativo mantenía con la sede central del Ministerio era de bastante indiferencia por parte de este último. Rara vez los funcionarios del Ministerio se dignaban desplazarse las tres cuadras que los separaban del anexo, y cuando así lo hacían, generalmente era para ufanarse ante algún tercero de los logros de la actual gestión. La regla no escrita parecía establecer que, siempre y cuando el anexo cumpliese con lo que desde el Ministerio se le pedía, los empleados del anexo gozarían de total libertad para manejarse a su antojo. No había una celosa vigilancia de las costumbres ni los horarios; y pese a que el Ministerio siempre se encargaba de marcar su natural superioridad respecto del anexo, lo cierto es que lo dejaba hacer a su antojo.
En el despacho de Intendencia del susodicho anexo administrativo, trabajaba un joven treintañero llamado Ramiro. Como todos sus compañeros de sección, Ramiro llevaba una vida miserable en ese lúgubre edificio; entraba a las siete de la mañana y se iba a las siete de la tarde; es decir, trabajaba dos horas más que el resto de los empleados del anexo. La función de los empleados de Intendencia era fácil de describir, pero complicada de realizar: consistía en atender, y la mayor parte de las veces filtrar, llamados molestos, consultas inoportunas y quejas a destiempo. Debían también recibir a todos los visitantes, y asegurarse de que se encontraran allí como en su casa. Debían supervisar la limpieza general de todo el edificio, constantemente amenazada por los papelitos de caramelos y los vasitos de plástico que el resto arrojaba casi como por deporte. Tenían a su cargo también la función de ser un gigantesco depósito de objetos perdidos y legajos extraviados, todo el tiempo que hiciese falta hasta que fueran encontrados o se decidiese su destrucción en la trituradora. Y por último, y no menos importante, debían realizar todos los trámites y hacer todas las compras que cualquier otro departamento del Ministerio requiriese; sin excepción, en los tiempos indicados, y con el menor presupuesto posible.
Pero aparte de esta oscura y monótona estadía en el anexo, Ramiro tenía también una vida privada, chiquita y acorralada por las doce horas de trabajo, pero vida al fin. Estudiaba Magisterio a la noche, y esa era la razón por la que había aceptado esta deleznable labor; poco a poco, desde abajo y sin hacer ruido, podría ir ascendiendo de departamento en departamento, consiguiendo cada vez horarios más relajados y flexibles, y acercándose cada vez más a su verdadera pasión: la docencia. Un día, finalmente, daría el gran salto, y llegaría al Ministerio central, donde ya comenzaría a tomar decisiones y a influir en los programas educativos. Ramiro era un verdadero idealista, de esos que hoy ya no existen; creía en la educación como en un bien supremo que se debe brindar a todos los niños, sin importar su clase y condición, para construir un país del que realmente uno pudiera sentirse orgulloso.
Pero no era esa la única razón que impulsaba a este joven a soportar centenares de improperios telefónicos por día; había en el Ministerio central, bien cerquita de la ministra, una mujer a quien sólo había visto una vez, pero que había sido suficiente para que se enamorase perdidamente de ella. En ese fugaz encuentro, interrumpido por la antipática orden de la ministra de colgarle el saco en aquel perchero, con cuidado, por favor, que ya me rompieron uno, manga de inútiles, Ramiro no se había animado a invitar a la señorita (Nancy era su nombre) a tomar un café, o un helado, o incluso a ir al cine el sábado. Después, nunca más la había visto, pero su recuerdo sería una tortura imborrable que lo acosaría día y noche hasta convertirse en una obsesión rayana en lo enfermizo.
Por eso, aquella fría mañana, cuando tras atender el teléfono, Julia (la jefa de Intendencia) le comunicó que le habían asignado la casi quimérica tarea de conseguir el manuscrito original de un libro de cuentos del siglo XVIII para los hijos de la yegua (en obvia alusión a la ministra), Ramiro saltó de su banquito extasiado de felicidad. Ahí estaba la oportunidad dorada, perfecta, única e irrepetible, de conseguir su doble objetivo: la ministra estaría muy feliz, y probablemente lo recompensaría con un cargo a su lado, o muy cerca; y tendría la ocasión de ver a Nancy, aunque sea tan sólo una vez más, para poder deleitarse ante su hermosa presencia. Claro está que si no lo conseguía, la pena sería terrible e implacable; exceptuando a Julia, la ministra revisaría los legajos uno por uno e iría despidiendo empleados, con el tradicional criterio de “uno sí, uno no, uno sí, uno no”, al fin y al cabo, tantos sueldos gastados en levantar papelitos, y ni eso sabían hacer bien.
La tarea a realizar no era nada fácil: consistía en bucear en bibliotecas, colecciones privadas, museos, anticuarios y editoriales en busca de ese manuscrito ignoto, que contendría varios cuentos inéditos de incalculable valor literario. A la ministra se le había antojado que sus hijos leyeran ese tesoro literario, y necesitaba, sí o sí, el manuscrito en su escritorio a las quince horas. Caso contrario, procedería como ya hemos referido.
Cuando nuestro circunstancial héroe salió del anexo, ya eran las nueve. Corriendo, sin respetar semáforos ni prioridades, fue hasta la Biblioteca Nacional; allí sabrían algo. “Hm, qué raro” dijo la bibliotecaria, “la verdad es que no me suena”. La solicitud fue transferida a otra bibliotecaria, que tras fingir que buscaba, se encogió de hombros; y por último, lo recibió el mismo director de la Biblioteca, que mencionó haber oído de ese tesoro, pero que no estaba seguro de que estuviese en el país. “Pregunte en Editorial Arcaica; por ahí saben”. Nuevamente volando, Ramiro atravesó el anárquico centro de la ciudad, chocándose contra postes, peatones y policías, hasta que llegó a la Editorial Arcaica.
La Editorial consistía en una sucia oficina, donde dos empleados atendían con el mayor desgano posible a cualquiera que viniese a importunarlos. “¿El manuscrito de Cuentos Dorados? No, acá no”. “¿Seguro? ¿No habrá una posibilidad?”. “No”. “¿Y no sabe dónde...?”. “No”, lo interrumpió uno, mientras el otro estornudaba sin siquiera taparse la nariz. “Ni idea”.
Desesperado, Ramiro salió a la calle. Esto no iba a ser fácil: si el dichoso libro no aparecía, él y otros serían echados sin ninguna compasión, y sus sueños de la docencia y de ver a Nancy se alejarían hasta perderse en el universo de lo imposible. No, tenía que hacer algo. Algo, cualquier cosa. Mientras daba vueltas en círculo como un loco y los transeúntes lo miraban de reojo, como con preocupación, se le ocurrió la solución. Cuando estudiante, él iba a estudiar a una biblioteca barrial, humilde en su inventario de publicaciones, pero cuya directora era una antigua profesora de literatura especializada en narrativa antigua. Ella podría aconsejarlo. Con algo de recelo por alejarse del centro cívico de la ciudad, Ramiro se decidió a tomar el subte hasta el barrio de su infancia. El viaje fue lo más parecido posible a encontrarse en una licuadora: a cada estación, más y más existencias se iban subiendo a los vagones, indiferentes al ruego de los que ya estaban adentro, que clamaban “No entran, no hay lugar”. Ramiro se sentía cada vez peor en esta especie de sauna humano, cada vez más constreñida su generosa humanidad entre los asientos, la puerta y la pared. El conductor no ayudaba: como si disfrutara (y probablemente lo estaba haciendo), se dedicaba a acelerar y frenar bruscamente, provocando masivas caídas al suelo y tironeos. Se desmayó la señora, un asiento por favor, alguien, un poco de sentido común, muchachos, no van a poder entrar. Al borde de la asfixia y el desmayo, Ramiro decidió bajar una estación antes: no hubiera soportado un minuto más en esa hoguera. Caminando rápidamente, ganándose los insultos de todos los automovilistas que casi lo atropellaron, llegó a la biblioteca.
Allí estaba ella, Gladis, la antigua y eterna directora, que lo reconoció enseguida. “Así que el manuscrito de Cuentos Dorados, y para la ministra de Educación. En vez de ponerlo como bibliografía obligatoria, se lo da a sus hijos... egoísta, resentida, como todo este gobierno y sus votantes, y las empresas...”. La perorata moralizadora de Gladis parecía no tener fin, y el tiempo pasaba: las doce. “Porque así el país... y la justicia, los valores, el ser nacional...”. Ramiro no tuvo más remedio que sacarla de su trance oratorio; aquella mujer debía sentirse muy sola, pero él tenía algo que hacer, y de eso dependía su vida, si no quería morir como ordenanza. Gladis se quedó pensativa un minuto; se acordó de algo, hizo unos llamados telefónicos, de los cuales extrajo unos números para hacer otros llamados, y de estos, nuevamente se derivaron otros, y así hasta la una de la tarde, cuando dijo: “Ya está: lo tiene un coleccionista en Morón. Todo tuyo, y a ver cuándo pasás más seguido, que acá se te extraña...”. Pero Ramiro no pudo responder: Morón. Las tres hasta que llegara allí desde Chacarita, ¿cómo volvería a tiempo? Inútil pedir un taxi al Ministerio, la ministra lo quería en mano, en su escritorio. Y no podría ver a Nancy.
Jugándose el todo por el todo, Ramiro se arriesgó al ver una vieja camioneta que estaba siendo descargada por unos obreros. Cuando pasó al lado, fingió un desvanecimiento; los obreros, asustados, le dieron agua y lo sopapearon para ver si se incorporaba, pero no tuvieron éxito. Con un dejo impostado de voz, Ramiro les suplicó que lo sentaran en la camioneta, así se recuperaría. Dudando, lo subieron, y, no bien estuvo allí, Ramiro, súbitamente recobrado de su falso malestar, arrancó a toda velocidad, no sin antes gritarles que perdón, pero que era una causa justa. Atravesando semáforos en rojo, yendo de contramano, pasando por barreras bajas, tocando permanentemente la bocina a fin de amedrentar peatones y ciclistas, nuestro héroe se dirigió hacia la autopista, no sin rozar la camioneta contra al menos cinco paredes y subirse diez veces a la vereda. Exigiendo toda la potencia de que el viejo rodado era capaz, Ramiro se desesperó al comprobar que ya eran las dos y cuarto cuando casi se estrelló contra el portón de la lujosa mansión que era su destino. Tocó durante casi un minuto seguido el timbre, hasta que una mujer joven le abrió la puerta; sin dar explicaciones, se zambulló en el interior de la casa, y gritando descontroladamente, se dirigió al dueño de casa, rogándole que por favor, que pensara en esta su única oportunidad, que la educación de los niños del país estaba en juego y que diez familias se quedarían sin sustento.
Casi divertido, el hombre sujetaba el preciado objeto entre sus dos manos, como quien sabe que al final cederá ante los caprichos de su nieto preferido. Con una sonrisa y una mueca de resignación, le dijo: “Esta bien, llevate tu libro, pero pedile a la ministra que me llame; ella tiene otros ejemplares también muy valiosos, y que llenarían tan bien aquel huequito de esa estantería...”. Sin dar las gracias, pero con lágrimas en los ojos, Ramiro salió disparado hacia “su” maltrecha camioneta, arrancando a toda velocidad y volviendo a la ciudad tan desenfrenadamente como había partido.
En el trayecto, pensaba en lo que sucedería: la ministra sonreiría, y esta vez sería de verdad, no con esa mueca ácida que tan repugnante resultaba. Acto seguido, tras un discreto agradecimiento (la ministra no era efusiva), lo invitaría a pasar a tomar un café, y él, como quien no quiere la cosa, comenzaría a hacer comentarios sobre los valores educativos de hoy en día, y la crisis social y moral que vive el país, y la necesidad de hacer un cambio, siempre, por supuesto, dentro de las actuales líneas. La ministra concedería, y le agradecería estar al tanto de su gestión; y él, sonrojándose por tan alto cumplido, le comentaría que ese era un tópico del programa de Pedagogía IV, la que cursaba a la noche. Sorprendida, ella le preguntaría si estudiaba Magisterio, y él, tímidamente, diría que sí. Y agregaría que estaba pensando en dejar su trabajo en la Intendencia para conseguir un ingreso mayor en alguna escuela, a lo cual ella, negándose rotundamente, replicaría que de ninguna manera, que hombres así eran necesarios en el Ministerio, y que le agradaría, sin que ello fuera una presión (aunque supiera que sus deseos siempre eran órdenes para los demás) que la asesorase en algunos temas. Y ahí Ramiro dejaría la mugrosa Intendencia, y se codearía con la ministra y los más altos referentes en educación; y acaso, le podría preguntar a alguno de ellos qué gusto de helado prefería Nancy, y así, con ese dato, invitarla a salir. Amor y prosperidad se unían en un horizonte perfecto, inmaculado, paradisíaco.
Pensando en estas cuestiones mientras manejaba como un bólido por la ciudad, Ramiro llegó, sin darse cuenta, al Ministerio. Eran las tres menos dos minutos. Sin preocuparse en estacionar la camioneta, el joven subió corriendo las escaleras. Expulsando a todos los ocupantes del ascensor, logró subir solo y marcar el piso 16, donde sabía que estaban la ministra y Nancy. Tras un minuto que pareció eterno, la puerta se abrió y Ramiro, acomodándose la camisa y la corbata, se apersonó en el amplio salón, justo en el momento en que la ministra y Nancy salían de un despacho.
-“Qué tal, señora ministra, cómo le va”- balbuceó casi guturalmente Ramiro, turbado por la vista de Nancy- “Traigo aquí conmigo este ejemplar único que usted había encargado...”
La ministra sólo esbozó su mueca ácida, y miró su reloj. Justo a tiempo. Con una sonrisa esta vez verdaderamente sincera, dijo, como al pasar: “Felicitaciones, joven, ha hecho usted algo realmente imposible. Mis hijos lo disfrutarán tanto... Espero que no le haya costado mucho conseguirlo”.
-“Oh, no, para nada”- se ruborizó Ramiro, consciente de que se jugaba su futuro en este diálogo- “Sólo fue cuestión de esforzarse, y de trabajar duro por los valores éticos en los que uno cree. Eso al menos es lo que nos enseñan en Pedagog...”
-“Le presento a Nancy, mi fiel asistente”- lo interrumpió amablemente la ministra, quien sin embargo empezaba a sentirse incómoda con este sujeto. Lo que Ramiro ignoraba era que la ministra no soportaba hablar con un subordinado por más de dos minutos.- “Y le recomiendo que la felicite, porque el mes que viene se casará con un empresario muy buen mozo”.
Atónito, Ramiro intentó balbucear una felicitación, mientras trataba de digerir la deletérea noticia que le acababan de dar. Tal vez fue por el impacto que le causó aquella confidencia, que tampoco pudo responder a la última orden de la ministra antes de que esta tomase el ascensor. “Y una vez que haya felicitado a Nancy, diríjase a su puesto en la Intendencia del anexo. Personas laboriosas como usted hacen falta en ese antro de vagos. Difunda su experiencia, y dé el ejemplo. Quédese allí unos años más, inculcando el valor del trabajo duro entre los holgazanes de sus compañeros. Y verá como los niños de la Patria se lo agradecerán”.

lunes, 29 de septiembre de 2008

sábado, 28 de junio de 2008

Jascha Heifetz (Tesis)

Interpreta, acompañado por organo, Chaconne en G menor de Ferdinand David.

jueves, 26 de junio de 2008

"mi Holanda"

Se detiene el colectivo, el 60, y me subo, en los asiento del fondo me espera ella, Natalia, pero por ahora no la veo, solamente al conductor, apenas entra en su asiento, en continua pugna con el volante, no es de acá, se delata, desde su piel hasta su “¿Cuánto?”, “90” y retiro los diez centavos sobrantes, guardo la moneda en mi bolsillo y empiezo a atravesar el pasillo, sus paredes empedradas con ancianos, madres con hijos en sus faldas, asientos vacíos y luego una pareja en su veintena, sus manos entrelazadas, otros asientos vacíos, demasiados, extraño mas allá de un sábado a la mañana, y hasta el final, en las cinco filas de asientos que restan, esporádicos hombres, mayores, una mujer joven inmiscuyéndose, rubia para aumentar el contraste, y atrás, a apenas dos filas, la veo, a Natalia, ella ya me vio, me sonríe y le sonrió, tiene ojos verdes, “Hola”, me siento a su lado, es frágil, algo pálida, como los inviernos en Holanda, como despertar bajo 15 grados dentro y menos 5 fuera, como ver tras ventanas empañadas los árboles, los autos, los paraguas, blancos, todo blanco, su blanco “¿En que estas pensando?”, “Nada, nada, en el parcial del lunes” “Ahh, Igual, te va a ir bien, siempre te va bien, si leis…, ya he salido de mi casa, al blanco, con mi hermano, nos espera la escuela dentro del auto, cubierto de un fino manto de agua caliente, de esta mañana, de prever el invierno “¿Roberto?” “Te escucho, capitulo 25 y 26 sobre todo” “Te me vas a veces, creo” “De tu lado, nunca” y nos sumimos en esos silencios nuestros, igual, ella tiene a alguien, justo va a ver a ese alguien, compartimos el viaje a ese alguien, compartimos esa media hora, media hora de nuestros silencios, mi mejor media hora, “¿Y vos, ya te leíste todo?” “Y si, si faltan unos días” “Que raro” “Callate” se ríe y tira las mangas de su pulóver hacia delante, cubriendo, o intentando cubrir, en su muñeca, una nueva marca violácea, purpúrea, cárdena, de juegos de niños y caídas en el congelado suelo, de una puerta de aula o auto a destiempo, de una mano que tuerce la muñeca, una mano familiar, de casa, de padre, ella sabe que la vi y la esconde bajo su pierna “Tengo frío”, me sonríe y le devuelvo la sonrisa, o algo parecido, y regresamos a nuestros silencios, pero mis recuerdos están más cerca que ella, años mas próximos que unos centímetros, un entre asientos, porque no hay marcas en mis árboles, autos o paraguas, solo blanco “Esta es mi parada”, se levanta, rápida, y nos despedimos, besos en las mejillas, “Estudia” me advierte, con su sonrisa, yéndose, llevando en su piel, su palidez, en su corta cabellera roja, mi Holanda.
Roberto EM

Charly García - "Los dinosaurios" (Sintesis)

Separar la obra (la nota, la palabra, la pincelada) de la carne.

sábado, 14 de junio de 2008

Fanático de Sony

Cierta tarde de verano, de esas que obligan a cuestionarse si era realmente necesario salir, ocurrió algo curioso en el colectivo en el que yo a la sazón viajaba. Desafiando la abulia y el desgano generales, subió un “simpático” vendedor a bordo, con la noble misión de proveernos de unos curiosos, y a mi juicio, bastante contrahechos, auriculares de marca Sony. Digo contrahechos ya que estaban empaquetados en unos blister de cartón de apariencia muy poco atractiva, y tenían diseños extrañamente irregulares y de colores más o menos primaverales; es decir, no satisfacían absolutamente ninguno de los criterios que nuestra costumbrista mente de consumidores espera de los productos tecnológicos.
Completando el cuadro de desubicación y bizarría, el propio vendedor no era mucho mejor que sus dudosos productos. Rengueaba ostensiblemente con la pierna izquierda, cargaba con un bolso azul de lo más incómodo, y su voz provocaba la sensación de estar siendo “acariciado” por una lija. Sin embargo, eso no era lo peor; debido a vaya uno a saber qué causa, sus mandíbulas izquierdas permanecían siempre juntas e inseparables, cual recién casados en luna de miel. Esta pintoresca unión resultaba en un perturbador siseo acompañado por esporádicos escupitajos, supuestamente involuntarios, que se proyectaban desde las mandíbulas que sí se abrían.
No obstante, pese a todas estas imperfecciones, o tal vez gracias a ellas, este hombre me parecía digno de admiración. El hecho de que una persona así se animara a enfrentarse con ese calor asesino, cargando ese molesto bolso, para ofrecer esos antipáticos auriculares a unos pasajeros totalmente avasallados por ese inhóspito clima, era aplaudible. Me pareció la muestra de coraje, tenacidad y perseverancia más impactante que había visto en mucho tiempo. Ya estaba paladeando mi simpatía cuando el infortunado vendedor perpetró el peor atentado posible contra lo poco que restaba de su buena imagen.
Frente a lo que debe haber sido una patética muestra de desconocimiento de la marca por parte de la persona sentada delante de mí, el personaje montó súbitamente en una ira irrefrenable y voraz contra todos nosotros, insospechados cómplices de la supina ignorancia del de adelante. Olvidando por completo conceptos básicos de un vendedor (simpatía, buena educación, respeto, y por qué no, mucha paciencia), el hombre comenzó a increpar duramente al pasajero, recriminándole su desconocimiento de la benemérita marca Sony. “Cómo no sabe lo qué es Sony... una de las principales marcas del mundo en tecnología... por Dios, que público este...”. Demás está decir que en la “u” de “público” se precipitó un escupitajo de lo más desagradable, que impactó a pocos centímetros de mi pierna. Mientras me reponía del shock, y evaluaba seriamente la posibilidad de huir de las iras del fanático de Sony, una palabra me retumbaba en la cabeza: “público”. ¿Acaso es público el pasaje de un colectivo? ¿Tiene “público” un vendedor”? ¿Cuál era la función a la que habíamos asistido? ¿Tan espectacularizada está nuestra sociedad, que por el solo hecho de sentarse uno ya es público? ¿Se concebía este hombre a sí mismo como un espectáculo? Mientras reflexionaba sobre estos tópicos, y esquivaba los escupitajos, decidí declinar la oferta de los auriculares, y rogar que Sony nunca más me ofreciera nada a bordo de un colectivo.

Relatos y reseñas de la película Río Arriba

a) Relato desde la perspectiva del narrador:

Viajaban hacía muchas horas, hacinados como ganado en esos vagones inmensos que realizaban, no sin largas y fatigosas escalas, el trayecto Iruya-Tucumán. El silencio se adueñaba de sus almas; no tenían nada para decir. Lejos y atrás iban quedando sus pueblos, sus terrazas, sus cultivos, sus mujeres, sus hijos y sus costumbres; su ser los despedía en Iruya y los dejaba fatigados y exánimes mientras estuvieran ausentes.
Viajaban despojados de sí mismos, de lo que eran, de quienes eran. Un futuro insoportable y aciago de machetazos, cañas de azúcar, patrones, órdenes, comentarios y contabilidades los aguardaba. Jornadas eternas de doce, trece o catorce horas, soles inclementes, lluvias despiadadas, tierras desgarradas; no era correcto hacerle eso a la Pachamama. Y sin embargo, se lo hacían los gringos, bajo el inefable lema “Kollas sucios y vagos”. Cómo reclamarle limpieza a quienes dormían de a doscientos en un barracón; cómo pretender pulcritud en quienes viajaban días y días, y trabajaban horas y horas lloviera, tronara o nevase. Por qué exigir ánimo, ahínco e ímpetu en quienes cosechaban azúcar para que otros se enriquecieran, y eran pagados con insultos y desprecio; con qué derecho desplazar a alguien de su lugar, y por qué pedirle alegría y reconocimiento por eso. Por qué.

b) Relato desde la perspectiva de don Manuel:
Son las seis de la mañana, y como siempre, el tren ya está atrasado. Los capataces viene llegando, y lentamente van preparando las herramientas. Sopla una leve brisa del sur y las cañas se estremecen. Ayer, la radio anunció que este será un muy buen año para la caña de azúcar; habrá precios “récor” y todos los chiches. Qué ganas de empezar ya mismo.
Por fin llega el tren. Se abren las puertas y bajan ellos, los de siempre, algunos más, otros menos. Siempre esa manía de la lentitud, más rápido, señores, apúrense que el tiempo es oro. Ya están cansados; de qué, me pregunto yo, si viajaron sentados. Y esas caras de tristeza, siempre esos ojos que miran hacia el norte, hacia el rancherío de donde vienen. Ignorantes, con el progreso que hay acá. Si van a ganar plata y podrán comprarse cosas, si nos va a ir bien a todos. Con lo digno que es trabajar, el trabajo es salud. Yo me pregunto por qué serán tan vagos y nostálgicos. Por qué.

6) Escribir una reseña de la película. Indicar el medio en el que se publicaría.

Sería publicada en alguna revista cultural, a modo de crítica o ensayo.

“Río Arriba: la otra mirada”

Que el azúcar hace más dulces nuestras vidas, nadie lo ignora. Que ese mismo azúcar que ponemos a nuestros cafés proviene de las provincias de nuestro Norte, ese también es un hecho conocido. Que esa misma producción de azúcar comenzó a fines del siglo XIX y principios del XX, es algo que cualquiera puede consultar en un manual de historia. Quiénes eran y cómo vivían los zafreros, nadie lo sabe, y casi no hay forma de averiguarlo si no se mira el documental titulado “Río Arriba”, de Ulises de la Orden, un joven director argentino.
El propio Ulises tiene una vinculación personal con aquella historia no escrita: su bisabuelo, don Manuel, un inmigrante español, tuvo la concesión de uno de esos ingenios por 25 años. Y a ese ingenio llegaban en interminables convoyes centenares de indios kollas provenientes del poblado de Iruya, situado en lo alto de la Puna salteña. Se trataba de indios que por ir a trabajar casi extorsionados a la zafra dejaban abandonadas sus milenarias terrazas de cultivo, que luego sufrirían deslaves y serían irremediablemente destruidas por el descuido y la acción del tiempo. Es todo este proceso, toda esta memoria brutalmente silenciada la que Ulises intenta reconstruir en el presente documental.
El film es un clásico relato de viajes, en el que Ulises viaja desde Buenos Aires hasta Iruya, haciendo escalas en Tucumán y Salta donde recoge testimonios de aquella época. Testimonios que se enfrentan, que divergen, que oponen “kollas sucios” a “extorsión”, “explotación” y “aculturación”. A medida que el protagonista se va alejando de la civilización occidental y se acerca a Iruya, van aumentando su desconcierto y su extrañamiento. Y el del público también. Ya sea allí, con la cámara, o aquí, en la butaca, uno no puede dejar de sentirse un intruso, un extraño, una molestia entre esa gente tan amable y que sin embargo recuerda. Es extraño sentirse una molestia, estamos muy acostumbrados a que el inoportuno es el otro.
A partir de su llegada a Iruya, Ulises va logrando una película que va aumentando cada vez más su interés. Los testimonios de los kollas, las costumbres, los recuerdos, su pasado y su presente nos sumergen en un mundo y en una lógica ajenos, y nos mueven de nuestro lugar de jueces. Es una mirada distinta, que nos mira y nos interpela, nos pregunta y nos pide explicaciones. Pero también es una mirada franca, sincera, que nos permite ver vida en un desierto y terrazas de cultivo donde sólo veríamos un montón de piedras dispersas. Y es allí, a 4.000 metros de altura cuando la película alcanza su punto máximo: son aquellas terrazas que se dejan ver y que nos prueban que hay otras vidas, otros sentidos, otras formas. Esa única toma justifica todo el film.
Luego vendrá un final tal vez innecesariamente didacticoide, donde se recitan, a la manera de un manual de antropología, costumbres y rituales de los kollas. Ulises se calza un poncho, y si bien el gesto es elocuente y marca una necesaria ruptura con su bisabuelo, no por eso deja de traslucir cierta demagogia equívoca. De todas formas, estos detalles no logran empañar en absoluto la gran realización y la contundente reivindicación histórica y cultural que este documental nos propone; y que ojalá que nos haga reflexionar a la hora de ponerle azúcar a nuestro próximo café.

Japón no está tan lejos

De todos es sabido que, si hay una buena época del año para la cultura en Buenos Aires, es justamente ésta: desde marzo hasta los primeros días de mayo. En este período, la ciudad ofrece una gran variedad de espectáculos y festivales de todo tipo: la Feria del Libro, el Quilmes Rock, recitales gratuitos, exposiciones en los centros culturales (Konex, Malba, Recoleta), obras de teatro, etc. Y el cine, por supuesto, no es ajeno a este fervor. Desde hace diez años, la ciudad organiza, en el mes de abril, el BAFICI (Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente), donde se proyectan numerosas películas, documentales, cortos y retrospectivas de directores independientes, fuera del circuito comercial. El BAFICI suele ser un lugar de encuentro y socialización para muchos jóvenes y no tanto, a quienes une un interés por ver un cine diferente, que difícilmente pueda verse en otro lugar. Atraídos por este poderoso cebo, decidimos enfilar directo hacia el Abasto, sede principal del BAFICI. El plural refiere a una compañera de la facultad, y a mí.
Es martes a mediodía, en un día muy frío en el que el sol va siendo tapado por una nube asesina de humo proveniente del Delta. En el Abasto no circula mucha gente; cualquier comparación con algún fin de semana y su clásica concurrencia es idílica. En esto estamos de acuerdo los dos. Ambos somos principiantes en estas lides del BAFICI, y como tales, cometemos los errores clásicos y de manual que de ninguna manera podríamos haber esquivado: ir a comprar las entradas a cualquier parte menos a la boletería, no recordar con claridad el título del “filme”, y otras yerbas por el estilo. A la hora convenida, entramos en la sala, no sin antes haber pisado los mullidos pasillos característicos de los cines de los shopping, tan trajinados por otro tipo de público. En cierta forma, es extraño percibir tanta comodidad, lujo y confort al servicio de un cine alternativo que suele renegar de aquel que ocupa normalmente estas salas; aunque pensándolo lógicamente, no se ve una razón por la que esto no habría de ser así. Fruto tal vez de esta curiosa sensación es el comentario, muy poco feliz según mi entender, de mi compañera, que sugiere comprar pochoclo para mitigar el hambre. Más papista que el Papa, la reprendo duramente, argumentando que el pochoclo es una pésima imagen para ser vista durante la proyección de una película alternativa, y que esto no es, justamente, cine pochoclero. Finalmente, la autorizo a comer un generoso sándwich de milanesa, cosa que no hace supongo que debido a razones de higiene y respeto para con los demás asistentes.
La concurrencia es bastante numerosa, teniendo en cuenta lo atípico del horario. Se ve mucha gente sola, venciendo ese temible “¿Una sola entrada?” espetado por el boletero, situación que tan bien encarnara Peretti en la película “No sos vos, soy yo”. El hecho de que este sea un cine más pensado para la reflexión que para el mero esparcimiento, posibilita y hace más tolerable la soledad. Hay mucha gente joven (ese es el gancho), pero también se ven personas más grandes, especialmente mujeres, y algunas parejas de gente mayor. Contrariamente al prejuicio y al lugar común que uno pudiera suponer, la concurrencia no tiene un aspecto tan “alternativo”; son frecuentes los celulares, no abundan peinados estrafalarios, la confección de la ropa no presenta ninguna singularidad, no hay, en resumen, nada exterior que permita identificar a alguien como espectador del BAFICI, o no. En mi modesta opinión, esto me parece fantástico; desmitificar y romper barreras, especialmente cuando de cultura se trata, siempre es una experiencia valiosa.
Finalmente, la película da comienzo; se llama “Cycling Chronicles: Landscapes the Boy Saw” (esto en una dudosa traducción al inglés) y trata sobre un joven japonés que, tras asesinar a su madre de unos cuantos golpes con un bate de béisbol, toma su bicicleta y comienza a recorrer las rutas de Japón hacia el norte, durante el invierno. El móvil del asesinato no queda claro, ni tampoco resulta relevante, aunque la película entera pueda ser vista como una gran alegoría y una manifestación del descontento de los japoneses con el rumbo que ha tomado dicho país desde la Segunda Guerra Mundial. En la película, proliferan personajes que recuerdan, hablan y callan otra cultura, otro país, otra forma de vida que va desapareciendo. En ningún momento, el film deja de ser una oscura y desoladora fotografía de una inmensa soledad que, aliada al mar y a la nieve, va carcomiendo a todos sus personajes hasta sumirlos en un vacío tan profundo que, desde este lado de la pantalla y a 12.000 kilómetros de distancia, también se siente.
Como nota de color, y para demostrar que nunca falta alguien fuera de lugar, me gustaría decir que, cuando la película se hallaba próxima a su fin, en uno de esos momentos de paroxismo angustiante, uno de los espectadores comienza a buscar desesperadamente “algo” (las comillas son irónicas) que se le había caído, iluminándose, para tal fin, con la luz de su teléfono celular. Mientras le dirijo una mirada de reproche infinitamente más dura que la que le dediqué a mi compañera a raíz del frustrado pochoclo, no pude evitar recordar ciertas situaciones similares que me habían ocurrido a mí, con la única (y vital) diferencia de que yo nunca generé tanto escándalo. A cualquiera se le puede perder algo en las insondables profundidades de la oscuridad de un cine (mi compañera casi se olvida el pulóver); el quid siempre es manejarlo con elegancia y tacto, y si hay que moverse, que parezca un inofensivo desperezamiento. La agitación llega a su fin cuando, preocupada por lo que observa como un murmullo y un frenesí crecientes, la encargada del salón profiere algunos sonidos de índole casi gutural por el altavoz. El pobre desdichado finalmente se queda quieto, sin haber logrado su objetivo, con lo que puedo volver a enfrascarme en la película y en la creciente angustia que la misma supone.
Con el final de la película, llega un momento muy esperado por mí; y es aquel en el cual, en medio del trajín que supone levantar los abrigos, estirarse la ropa y prender los celulares, los espectadores comentan, ya sea verbal o gestualmente, su opinión sobre la película. Es momento del cine-debate, por así decir, y estoy ansioso a la pesca de alguna impresión, una cara, una lágrima, incluso un silencio; algo que revele una huella dejada por la película. Sin embargo, debo admitir que quedaré chasqueado, y no será la primera vez que me pasa; para mi asombro, las otras personas se limitan a recoger sus abrigos, y a emprender un rápido descenso por una gigantesca rampa, que da a unos ventanales por los que se filtra la luz solar totalmente difuminada por el humo. Y en ese momento me invade una extraña sensación de irrealidad, de no-pertenencia, de incomprensión. El silencio, la falta de comunicación, el mecánico descenso por la rampa y lo antinatural de esa luz natural, me llevan a meditar, apenas esté en condiciones de hacerlo, sobre cuán poco difiere la problemática exhibida por la película y la nuestra propia; cuán solos estamos en este mundo y cuántas divisiones nos delimitan. No quiero afirmar aquí que el silencio sea necesariamente algo negativo, ya que puede significar simplemente que la gente se toma más tiempo para formular algún comentario. Sin embargo, recuerdo que, hace no muchos años, era moneda corriente lanzar aunque sea una primera frase indicativa de lo que luego sería un largo análisis. No voy a decir que este hermetismo sea privativo del BAFICI, ya que me ha pasado en otro tipo de experiencia; no deja, sin embargo, de llamarme poderosamente la atención. En este marco, casi agradezco el comentario sumamente despectivo de mi compañera (“fue la hora y media más larga de mi vida”), porque, aún cuando no esté ni un poco de acuerdo (la película me llegó bastante hondo, debo admitir, y no es frecuente que eso suceda), al menos es una expresión de algo, de un sentimiento, de una emoción, o por lo menos, de la falta de ella. Mientras descendíamos por esa rampa surrealista, no pude menos que sentir que, en definitiva, Japón y el Abasto no están tan lejos.

Irrealidad en La Boca

El viaje en colectivo fue largo: una hora y media. Y ni siquiera me dejó cerca; tuve que caminar once tortuosas cuadras desde la terminal hasta mi destino, cuadras que no son en línea horizontal, sino que se caracterizan por un constante subir y bajar de los andenes-vereda que tan típicos son en el barrio de La Boca. A pesar de estos inconvenientes, yo estaba de buen humor; era un mediodía soleado y fresco, e iba a volver al barrio al que hacía siete años que no iba. ¿El motivo? Una exposición de pintura en un lugar conocido como “Conventillo Verde”. “¿Seguro que no es en la fundación Proa?” me habían preguntado los que sabían de mi viaje, a lo cual yo, ignorante de la geografía boquense, me había encogido de hombros. Era, ni más ni menos, un viaje a la aventura.
Bajé en la terminal del colectivo, y como suele suceder, descubrí que estaba perdido. Sabía que debía enfilar “hacia arriba” en la numeración, y empecé a recorrer las calles del barrio, no pudiendo menos que sentirme un extraño en aquel entorno. Baste un ejemplo para ilustrar esta sensación: tras subir y bajar las escaleras de dos o tres veredas, descubrí que dicha conducta no era muy común entre los habitantes de la zona, quienes simplemente caminaban por la calle, sin desgastarse tanto. Aliviado por la idea de que no era necesario tomarse aquellas escaleras tan a pecho, procedí como ellos. Ya una primera sensación me invadía; y era la de estar en una especie de remoto confín de algo, cerca de una frontera (lo cual era cierto, a escasos metros estaba el Riachuelo que nos separa de la Provincia). Una desusada tranquilidad para un mediodía hábil, patente incluso en las avenidas, y un extraño silencio no parecían corresponderse con la imagen de caos que constantemente nos sugiere esta ciudad. Finalmente, llegué a la ribera, y suspiré aliviado; ahora sólo había que seguir “subiendo”, y en algún momento me encontraría con la esquiva calle Magallanes. Mientras marchaba con renovados bríos por Don Pedro de Mendoza, noté que el escenario se transformaba notablemente: de las casas y conventillos derruidos, grises y tristes de la zona portuaria, estaba pasando a una sucesión de edificios coloridos y pintados “como para el turista”, de los cuales el más importante era el museo del célebre pintor Benito Quinquela Martín. Con una sonrisa irónica por la exagerada y caricaturesca metamorfosis, finalmente llegué a Caminito y Magallanes. Como era de esperar, aunque siempre sorprenda el toparse con dicho espectáculo, fui recibido por numerosas parejas que danzaban tangos y milongas y que eran fotografiados, e incluso invitados a bailar, por decenas de relajados turistas que disfrutaban el espectáculo. Acompañado por la música y la mística arrabalera, me encaminé al 890 de Magallanes, para encontrarme con una reja verde que hacía las veces de puerta, y un cartelito que rezaba “Celia Güichal: toque timbre”. Hice lo que se me pedía, y al instante apareció una mujer vestida con un estilo francamente bohemio, quien muy amablemente me hizo pasar y me condujo hacia el salón destinado a la muestra.
El lugar es, como su nombre lo indica, un antiguo conventillo, que fue conservado casi intacto para hacer de él un centro cultural sin fines de lucro. Tiene un estilo muy íntimo (“al fin y al cabo, es una casa”, diría sabiamente la mujer que me recibió), es muy luminoso y posee varias ventanas a la calle Magallanes, de manera que, intercaladas entre los cuadros, uno podía ver las imágenes de lo que sucedía en la calle. Cómo estaba solo, me dispuse a disfrutar a pleno de la muestra y de su singular entorno, envuelto en los mágicos acordes que provenían del zaguán del conventillo, y que me parecieron llegados desde Oriente. No podía menos que sentirme como se deben haber sentido los personajes de la película “Al otro lado del mundo”, en esa China distante, de ensueño y sin embargo real.
La exposición versa sobre el tema de los sueños y la memoria onírica; tema que siempre es, por cierto, muy atrapante. La autora cuenta, en un folleto, que pinta para recordar e intentar comprender a “esos maestros, que traen una voz sabia, lúcida y poderosa”. En sus cuadros, se advierte por un lado el predominio del color azul (tradicionalmente asociado al sueño y al descanso), y por el otro, una magistralmente lograda mezcla de fantasía y realismo. O bien el fondo es caótico y confuso y sobre él se recortan figuras nítidas, o bien es al revés, pero la artista logra transmitirnos ese extrañamiento que nos causan los sueños, esos dos componentes “real” e “imaginario” cuyo entrelazamiento es motivo de fascinación para tantas personas, entre las que me incluyo. A pocos cuadros de comenzado el recorrido, es imposible no advertir la presencia de otro tema muy fuerte en las obras, y que es el Norte argentino, sobre el cual la autora dirá que es “un lugar que atravesó mi vida como un vertiginoso viento”. El Norte se hace presente en nombres y geografías representados en obras tales como “Algarrobo”, “Vértigo en Maimará” y “Pachamama”. La exposición concluye, de manera admirable, con el cuadro “Hacia la liberación”, que representa a un grupo de figuras rojas saliendo en fila de una suerte de cárcel oscura; y me parece loable este final ya que transmite un mensaje de infinita belleza y de llamado a la libertad y, principalmente, a la liberación, que no es lo mismo. Repasando un poco la historia, podemos encontrar que tal vez este mensaje esté dirigido al Norte, sojuzgado, oprimido y callado tantas veces, y que esta liberación empiece, justamente, como un sueño, como una utopía, como una voz que habla desde lejos.
Bastante conmovido e impactado por la muestra y la música que llegaba desde la calle y el zaguán del conventillo, me dispuse a recorrer el resto del lugar, mirando las otras obras que se hallaban exhibidas. La mujer que me había abierto la puerta se unió, y me contó, entre otras cosas, que en los pisos superiores de la construcción funcionan talleres de artistas que aún siguen produciendo obra. También me contó que el barrio estaba mejorando muchísimo, y que constantemente se estaban abriendo nuevos circuitos turísticos y artísticos, que están desplazando a Caminito de su tradicional hegemonía como referente de La Boca. Muy agradecido por estas informaciones, salí a la calle y decidí recorrer las inmediaciones, cual turista despreocupado. En el recorrido, un Maradona de mentira muy bien mentida me saludó y me ofreció sacarme una foto con él. Diversos mozos y promotores de restaurantes me ofrecieron asiento y comida en sus lugares, y mientras amablemente me negaba, no pude dejar de advertir la extraña circunstancia de que sus acentos sonaban muy poco criollos. ¿Sería aculturación producida por el constante roce con los turistas? Ligeramente decepcionado por la circunstancia, me encaminé hacia un puesto callejero donde, a falta de choripán, adquirí una generosa hamburguesa completa que saboreé mirando el Riachuelo que a tantos artistas inspiró. Y no pude menos que sentirme invadido, nuevamente, por ese sabor de cosa irreal, atípica, lejana, casi exótica; y que se potencia aún más cuando uno comprueba, Guía T mediante, que en realidad no está muy lejos, sino más bien, muy cerca.

No vendrá a visitarnos

Las cinco. Hora de ir a buscar a los chicos al colegio, traerlos a casa, hacerles la merienda, prenderles la tele y dejarlos haciendo la tarea. A las seis, tendré que agarrar la vieja camioneta y pasar a buscar a mi mujer al trabajo; y antes de las siete, ya tendremos que haber vuelto. Hoy es martes, día de compras; ella tiene que ir sí o sí al supermercado, a la verdulería, a la pescadería, y a no sé cuántos negocios más. Sí o sí, porque si no, en esta casa no se come, y ella, obviamente, es la única que se mata trabajando en la casa y en la oficina, y atendiendo a los chicos, y toda la serenata. Ella sola, como si yo no hiciera nada. Como si yo no trabajara nueve horas por día, seis días a la semana, en un depósito mugroso; “empleado de logística”. Ja. Lindo eufemismo para decir “che pibe”. Logística, no me hagan reír. Saben lo que hago con su logística... Claro que ellos igual saben que no puedo decir nada; estoy ahí porque lo necesito. Para mantener a los chicos. Los chicos...
Los chicos no son mis hijos. Son mis sobrinos. Cuando la mujer de mi hermano falleció, él se las tuvo que rebuscar. Primero vivió un tiempo con nosotros, después en una pensión. Y después se consiguió un laburo en el exterior. Un lindo trabajo, para una empresa internacional, con viajes por todo el mundo incluidos, todo pago. Bueno, a decir verdad, el trabajo de lindo no tenía nada: tenía que colaborar con el desentierro de minas y bombas enterradas en guerras anteriores, y que obviamente, podían explotar en cualquier momento. No era fácil, pero era buena guita. Y viajaba. Claro, no se podía llevar a sus críos; en adopción, tampoco los iba a dar, aparte ya eran grandes. Y bueno, nos ofrecimos a tenérselos, sabiendo que el sueño de tener nuestro propio hijo se postergaría unos años más.
Parte del pacto consistía en que enviaría mensualmente, o con la mayor frecuencia posible, alguna suma de dinero que nos ayudase con la crianza de sus hijos. Se demoró unos meses, pero al final empezó; aproximadamente a mediados de cada mes, llegaba un sobre con plata. No era mucho, pero servía. Los chicos estaban bien alimentados, iban al colegio, incluso hasta les podíamos pagar fútbol. En los sobres llegaban también cartas; la mayoría dirigidas a mamá y a los chicos, algunas otras, las menos, a mí. Yo agarraba la mía y me iba a la pieza a leer, mientras mi mujer les leía a los chicos la suya. Prometía volver pronto, y traer muchos regalos. Decía que había ahorrado, que lo suyo era peligroso pero que se podía vivir. Cuando volviera, se iba a comprar algo cerca de la casa de mamá, e iba a llevar a los chicos a un buen colegio. Iba a rehacer su vida, decía. Para que los hijos lo perdonasen por no haber estado con ellos, que se pudieran sentir orgullosos de él. Y que nos extrañaba mucho a todos, y que nos agradecía la mano que le estábamos dando.
Un día, veo un sobre distinto. Más colorido, más grande, más alegre, más todo. “Hawai” decía. Me quedé de una pieza. Hawai. ¿Habrá bombas enterradas en Hawai? El texto de la carta era breve, simplemente decía que había conocido una mujer, en fin, el tiempo solo, la distancia, blablabla. Hasta se sentía culpable por lo de su mujer, qué diría desde allá arriba. ¿Entenderían los chicos? Decidí no hacer ningún comentario, excepto el ya clásico “papá va a venir dentro de un tiempo, los quiere mucho mucho, mientras el tío les dice que se vayan a bañar... el que más rápido termine, se come un helado de postre”. Postre. El postre se lo estaban comiendo en otro lado. Y encima la fotito. Ella en bikini, abrazados los dos. Justo entonces que yo estaba mal con mi jermu. Todo mal, cuestión de laburo, la casa un desorden, el jefe que le tiraba los galgos, y encima estos pendejos que eran bastante maleducados, y a ver cuándo mi vieja se deja de hacer la otaria y se los lleva de vacaciones. Y el otro ahí en Hawai, con la minita esa, que no es gran cosa, es verdad, pero al menos es algo.
Y después, que los viajes a Pakistán, a La India, al Líbano, a Arabia, a Mongolia, a no sé dónde más. Cualquier excusa es buena para que la mensualidad se atrase. “A partir de ahora, hermano, tendré que mandarte el sobre cada dos meses, ya sabés, los talibanes controlan...” ¿Con el doble de plata? Pse, relativamente. Acá todo aumenta, y la generosa dádiva que nos da se queda igual. La carta que le mandé comunicándole sobre la inflación, nunca me la respondió. “Dirección inexistente”, me decía el sobre devuelto, así estampado con tinta roja. Cómo va a ser inexistente, si desde ahí mandó la foto de la minita con la que está saliendo, no la hawaiana, otra, esta con aspecto de alemana. Yo me alegro a medias, está bueno que los pibes tengan una figura materna, pero la verdad podría dejarse de escorchar con tanto hula-hula y con tanta alemana, y venir él mismo a hacerse cargo. No sé, diez días le pido, algo. Mamá ahora está complicada de salud, y la verdad, a mis sobrinos no hay quien los banque. Mocosos insolentes, ahora se les metió la idea en la cabeza de que quieren salir de noche. Y mi jermu aprovecha a llevarme la contra, que la castración, que la necesidad, que el impulso, que la naturaleza, que el grupo de pertenencia, y esas paparruchadas. Ahora se hace la psicóloga, está en superada. “¿Sabés qué, Clara? Manejalo vos. Vos sabés, hacé como quieras”. Que no, porque son mis sobrinos, y es mi hermano, y bla. El otro, ni enterado, total, es más fácil seguir extrañando que ponerle el cuerpo a los problemas. Y suerte tiene que yo le esconda las fotos de sus minas a mi mujer, que si no fuera por eso, andá a saber dónde estarían los chicos ahora. Tampoco digo nada sobre eso de que hace cuatro meses que bajó la remesa que mandaba; ya no sé cómo dibujársela a la bruja de que no alcanza más la guita. Creerá que tengo otra. Pobre diabla, como si ella sola no fuera suficiente, voy a tener otra. No me hagan reír.
Y la verdad, estoy hinchado de guindas. Ya a mis sobrinos, honestamente, ni bola, el otro día vinieron borrachos a casa, un desastre. Mi esposa no se hace más la psicóloga, tampoco sabe qué decir. Mejor, así no habla más. No la aguanto. Podrido me tiene. Ya vio las fotos de las minitas de mi hermano, la hawaiana, la yanqui, la alemana, la egipcia, todo el atlas. Se peleó con mi vieja también, intentó encajarle los pibes, mi vieja obviamente no pudo ni quiso, y así están. Nadie se habla con nadie, lo mínimo indispensable. Me ascendieron en el depósito, ahora soy jefe de logística. Siempre la logística, que palabra de porquería, por qué no la cambian digo yo. Mientras te explotan, te dicen que aguantes, que banques, que la empresa, que el momento, tatata. Igualita a mi hermano, la empresa. Podés creer que nunca vino. Ni una semana, nada. Y yo teniéndole la vela con las bestias de los hijos, que menos mal que no me dicen papá, si no los surto. Yo no tengo hijos. No tuve, no pude, a veces digo que no quise. Menos mal, para tenerlos con Clara, mejor no tenerlos. Pero de ahí a que me encajen por quince años los de otro... no sé, hermano, hacete cargo. Me vas a decir que nunca te dieron vacaciones en el laburo, tanta empresa internacional y que sé yo, y nada.
Y un día llego, y otro sobre. Menos mal, hacía casi un año que no mandaba nada. A ver si se acuerda de que tiene familia, que no vivimos del aire. Abro mecánicamente el envoltorio, justo se acercan Clara y los chicos. Mi vieja está de visita en casa. En el apuro y la ansiedad, tardo en darme cuenta de que lo que saqué del sobre no es un cheque ni nada por el estilo, sino un escueto papel escrito a máquina, donde un tal Coronel Jorgen lamenta informarme que debido a un trágico suceso acaecido en Somalia, la empresa tiene la dolorosa obligación de informarme que el señor Ricardo Juan López, es decir mi hermano, perdió la vida a consecuencia de la infortunada explosión de un artefacto militar enterrado en una aldea indígena. Miro a los chicos, a mi vieja, incluso a Clara, y me refugio en la carta; no sé cómo voy a explicarles eso de que mi hermano realmente los quería mucho, pero que, por el momento, va a seguir sin poder volver a visitarlos.

sábado, 7 de junio de 2008

The Doors (Antitesis)

"When the musics over" - Jim Morrison

The face in the mirror won't stop
The girl in the window won't drop
A feast of friends
"Alive!" she cried
Waitin' for me
Outside!

viernes, 6 de junio de 2008

La estancia familiar

Caminé por las calles desiertas, o casi desiertas, de una zona de chalets. Algunos habitantes, a pesar de la hora matinal, ya estaban levantados; me miraban pasar desde los garajes. Parecían preguntarse qué estaba haciendo yo allí. Si me hubieran abordado, me habría costado mucho contestarles. En efecto, nada justificaba mi presencia allí. Ni en ninguna otra parte, a decir verdad.
El viaje en micro había estado libre de incidentes de cualquier clase, siendo más parecido a un gigantesco ataúd colectivo que al éxodo de alegres y despreocupados turistas que se suponía debía ser. Es probable que en esa quietud influyera la noche, que como sabemos, genera extraños efectos sensoriales cuando se viaja a través de ella; las formas, los cuerpos y los colores se funden en una única y monótona masa, cuya apariencia, lejos de ser tenebrosa, resulta mortalmente aburrida. Durante la travesía, yo había participado de la abulia general, la mente en blanco, no sintiéndome mucho más vivo que un sapo de jardín cualquiera.
Calle Los Geranios 2.471: aquel era mi destino en aquella hermosa pero execrable ciudad costera, que en estos meses se ocupaba de fingir felicidad, cordialidad y entusiasmo para poder sortear el invierno sin morir en el intento. Afortunadamente, la casa no estaba cerca del mar, y por ende, tampoco de los turistas.
Mientras caminaba por la zona de chalets antes mencionada, me puse a pensar en todo lo que tenía que hacer una vez llegado allí. Las instrucciones de mi madre habían sido bien claras, aunque no muy entusiastas: hospedarse confortablemente pero sin molestar al tío Darío ni a la tía Jimena; expresar un razonable dolor por la muerte de papá; preguntar cómo andaban las cosas por la ciudad y el campo; averiguar en qué situación se encontraban la estancia y el criadero de chanchos familiares; contactarse con el abogado para empezar la sucesión; contratar pintores y albañiles si fuera necesario hacer un arreglo; en resumen, hacerme cargo. Garantizar que la división de bienes fuera correcta, justa y equitativa; y con la mayor cordialidad posible.
Mientras el sol salía, también comencé a recordar los no tan lejanos días de mi infancia. Los asados de los sábados, las tardes en el jardín, las mañanas en el campo, los paseos en camioneta, las temporadas de caza... todo lo que aseguraba mi infantil felicidad, y la unión familiar. Después, comenzaron a pasar cosas extrañas, una a una, sin mucho ruido pero pasando al fin. El tío Darío, que no había tenido hijos, se muda a esta espantosa ciudad costera; papá se deprime; mamá se aleja; se acaban los asados; mis otros primos se van diluyendo; la abuela Andrea se suicida de un sospechoso escopetazo; nos mudamos; aparecen deudas; y sobre todo, la estancia. Nunca más fuimos a la estancia, no se oyó hablar de las cosechas, no vimos más a los perros, no volvimos a pasear cerca del alambrado. Algunos en el pueblo comentaban por lo bajo las casualidades, la desaparición repentina del tío Darío, nuestra creciente pobreza, las excelentes cosechas que empezaban a obtenerse, nuestra deteriorada casa, el auto nuevo de Darío, la depresión de papá, los viajes a Europa de la tía Jimena, la enfermedad de mamá... Yo no escuchaba, simplemente era absurdo; con lo unidos que eran papá y Darío. Cómo pensar eso, qué crueldad, qué cinismo, qué desencanto del mundo: simplemente, a uno le había ido bien, y al otro no. Papá estaba deprimido, y no quería visitar la estancia porque le traía recuerdos; sólo era eso, y se lo respetábamos. Lo otro, en cambio, tan retorcido...
Casi sin darme cuenta, llegué a destino: Los Geranios 2.471. Había olor a tierra mojada, y vi, por una ventana, que la tía Jimena regaba el jardín. Toqué timbre: en el interior de la casa alguien arrastró una silla, y vino caminando en pantuflas, pisando ostensiblemente. Se abrió la puerta, y vi al tío Darío envuelto en una gabardina, pulcramente afeitado, el diario en la mano, hecho todo un gentleman.
Probablemente, en el guión original estuviera previsto un largo abrazo, alguna exclamación, varias lágrimas; en cambio, sólo se oyó mi voz preguntando “¿Es verdad lo de la estancia?”, y, sin dar tiempo ni a responder, se vio mi mano empuñando el revólver y disparando acertadamente, sin fallar, como cuando lo de la abuela Andrea hace unos años y lo de papá hace unos días nomás. En medio del tumulto, los gritos, la sangre y las sirenas, un solo pensamiento cruzó mi mente: “Toda mía”.

Noche de escándalo en el programa de Maciá

Los famosos periodistas Juan Gutiérrez y Claudio Rojas protagonizaron anoche una bochornosa situación en el programa televisivo “Comunicándonos”, conducido por el célebre publicista Lucio Maciá, y fueron arrestados al término de la emisión, bajo los cargos de “lesiones leves” y “destrozos”.
La tensa situación se originó cuando Maciá les preguntó a ambos periodistas, quienes estaban invitados, si consideraban adecuada la nueva ley sobre publicidad estatal en los medios de comunicación, la cual permite un mayor control del Estado en los contenidos emitidos, a cambio de una mayor redistribución de los recursos hacia medios alternativos. Gutiérrez, quien en el transcurso de los últimos años se ha caracterizado por ser un referente para la oposición, respondió que la nueva norma sólo busca sujetar a los medios a la órbita del gobierno para “filtrar” las críticas que desde allí se le hacen. Muy ofendido, Rojas (quien fue uno de los coautores de la mencionada ley) le contestó que gracias a esta normativa muchos medios independientes pueden acceder a una fuente estable de financiamiento, y acusó a Gutiérrez de ser “cómplice de la monstruosa concentración de medios de los últimos años”.
Pese a las intervenciones conciliadoras de las dos panelistas del programa, y a los intentos de Maciá de poner orden en el diálogo, la situación se descontroló rápidamente. Acusándose mutuamente de “imperialista” y “patotero”, Gutiérrez y Rojas se trenzaron en una dura pelea, que obligó a huir a las panelistas para esquivar los golpes que ambos invitados se propinaban. En el afán de la lucha, no dudaron en arrojarse elementos contundentes como cámaras, focos de iluminación, y hasta un pizarrón usado por la producción del programa. Fue necesaria la intervención de los técnicos para sujetar a ambos periodistas y separarlos, ya que aún separados insistían en golpearse.
Tras el bochornoso episodio, ni el gobierno ni la oposición quisieron explayarse sobre lo ocurrido. Consultado por este medio, Maciá afirmo sentirse “muy dolido” por lo que consideró una “conducta salvaje” de dos periodistas a quienes respetaba mucho. “Es claro que esto fue una pesadilla, pero igual voy a seguir haciendo el programa. Las reacciones de anoche prueban que este es un tema muy sensible, que merece seguir siendo tratado a fondo y con seriedad”, concluyó.

sábado, 31 de mayo de 2008

"Tout ne est pas pardonne" / BAFICI

Ya era de noche, alrededor de las 11, cuando el subte frenó, estación Carlos Gardel, directamente bajo el Abasto, una de las tantas otras sedes del BAFICI, Buenos Aires Festival de Cine Independiente.
Bajó poca gente, gente en desacuerdo con sus alrededores. Amarillos y verdes impregnando ropa, producto de los genios avant-garde de la tela, Kandinskys cansados del esteriotipó y sus reglas, por eso, al no entender la complejidad revolucionaria en el color patito o musgo, simplemente les sonreí y seguí con mis grises.
En la base del edificio también había poca gente, la mayoría parejas en sus veintenas, lo cual no hace más placentero el hecho de revisar el bolsillo para ver si seguía estando, aunque yo esté seguro, la sola entrada al cine. La película, “Tout est pardonné”, dirigida por Mia Hansen-Løve, joven directora de 27 años, entre los títulos como “Im a Cyborg, but thats ok”, “Dr.Plonk” o “The Embroy hunts in secret”, parecía la opción razonable, por no decir segura, para los escépticos del “nuevo” arte.
Subí, si uno puede decir que se suben escaleras mecánicas, para llegar al cine, dos pisos. Por primera vez en la noche me sorprendí. Una cola, larga, asomando ya desde el final de las escaleras, daba la bienvenida a todo, que como yo, aguardara con una entrada. Atravesaba la antesala, no muy grande de por sí, con locales de comida a los costados, e iba en aumento.
Pensé sobre las continuas recriminaciones a la sociedad del siglo 21, cada vez más aliterada, menos instruida, menos “culta”, asumiendo que fuera posible enseñarle “cultura”, después de haber dado el quimérico salto de definirla, como una simple tabla periódica: “Bernhard, al estar en el grupo 3, apenas tiene 3 electrones en su última orbita, ahora, si ven que los del grupo 5, como Heifetz, tienen 5 electrones en la última, chicos ¿cuánto tendrá Pollock?”. Y ahí me encuentro yo, con un público ansioso por ser parte del nuevo movimiento, testigo y coparticipe de la vanguardia, del futuro mismo.
Fui al final de la cola y, mientras, veía avanzar a una pareja, de las ya mencionadas, por al lado de la fila, indiferentes, y pasar directamente al guardia que delimitaba la ultima escalera mecánica. Cuando ocurrió por tercera vez empecé a dudar, faltaban solo cinco minutos para la función y no avanzábamos, por ende me arriesgué, abandonando mi lugar, y fui a preguntarle al guardia sobre la película, si la habían cancelado o por el estilo.
Me miro, cansado, “¿Que vas a ver?”, “Tout est pardonné. Todo esta perdonado”, igual me siguió mirando, “¿una del Bafici?” “Si” “A ver la entrada” se la mostré “Pasa”. La próxima imagen que me surgió, fue la de todos en la fila, indignados al no conocer este detalle, abalanzarse sobre el guardia para después atropellarme al intentar ser de entre los primeros en cosechar los frutos de las mentes más creativas, mas originales, del momento.
Sin embargo, no sucedió así. No diría con lastima, pero las miradas, desapareciendo al elevarme hacia el final del trayecto, no constituían un buen augurio.
Una mujer, en la cúspide, corto mi entrada y me indico la tercera puerta a mi izquierda. Era la segunda vez en la noche en que me sorprendía; la sala, pequeña, alojaba solamente diez parejas, tres o cuatro como yo, esperando a que comenzara.
Me senté lo más cerca posible del medio. Pasaron unos minutos hasta la oscuridad, luego unos segundos para la función. Si no hubiera sido por el hombre que estaba sentado al costado de la pantalla, una esquina ensombrecida, a excepcion del brillo de una laptop sobre una mesa delante suyo, y unos subtítulos añadidos al margen para el que no supiera ni francés ni ingles, e igual viniera a ver una película titulada: “Tout est pardonne”, seria una función más.
Resumiré el contenido para no agobiar tanto como la realidad.
Comienza con una familia normal, el padre francés y la madre austriaca, tienen una hija de seis y viven en Viena. Victor, ese es su nombre, consistiría el esteriotipó del poeta malogrado, vividor, que se entrega al alcohol y las drogas para soportar las noches, en cambio, Annette, la cual trabaja y mantiene la familia, obviamente ama tanto a su esposo que soporta sus vicios, de los cuales ella solo conoce el alcohol. En un intento de solucionar la tensión marital se mudan a Paris. En esta ciudad empeora la relación al punto en que una noche el esposo la golpea. Ella da las primeras señales de clausura, pero es él el primero en abandonar el hogar, mudándose a la casa de su amigo/dealer, después de haber entablado una relación amorosa con una mujer que conoció indirectamente a través de este amigo, que también vive en la misma casa. Experimentando con nuevas drogas, particularmente la heroína, se suceden varias escenas de consumo, insulsas y obvias para estos tiempos, que acaban en la sobredosis de la novia y la posterior reclusión de Victor en el hospital, donde su pasada mujer lo visita, enterándose de sus actividades. Él le pide que vuelva a su lado, pero la mujer lo rechaza y lo elude al ir a vivir a Caracas. La película da un salto temporal de 11 años hacia el futuro, donde el padre, más joven que antes si es posibles, intenta acercarse a su hija, de 17 o de 18, ahora que esta recompuesto y sabe que han regresado a Paris. El mundo se equilibra perfectamente, la madre se ha vuelto a casar y el padre se ha reencontrado con el arte y su hija, felices, todos muy felices.
Pero un verano, haciendo énfasis en que el “pero” al comienzo de esta frase contiene mayor sorpresa, el padre muere con la última carta, escrita hacia su hija, bajo su mano, adjuntando un poema que mi adormecido conciente no podía abarcar. Como última escena, ya sin más clichés para utilizar, la hija, después del entierro y en casa de sus abuelos, circundada de bosque, decide adentrarse en él, con la cámara captando el alejamiento de su silueta entre el verde.
Simplemente, una Merde.
Roberto E.M.



Wassily Kandinsky - Composicion 8




Jackson Pollock - Lavender Mist


"Y la verdad es que solo sentado en el coche, entre el lugar que acabo de dejar y el otro al que me dirijo, soy feliz, solo en el auto y en el viaje soy feliz, soy el mas infeliz de los recien llegados que pueden imaginarse, llegue a donde llegue, en cuanto llego, soy infeliz. Soy de esas personas que, en el fondo, no soportan ningun lugar del mundo y solo son felices entre los lugares de donde se marchan o a los que van. Hace solo unos años creia que esa fatalidad enfermiza tendria que conducirme muy pronto, forzosamente, a esa locura total, pero no me ha llevado a esa locura total, me ha guardado realmente de esa locura total, de la que durante toda mi vida he tenido el mayor miedo."

Thomas Bernhard - "El sobrino de Wittgenstein"
Hola! Soy Lucio. Bueno, esta es mi primera primerísima vez que escribo en un blog, así que la verdad, ni idea de que estoy haciendo. Cuando alguien se meta en serio, por favor que borre esto. a medida que me vaya familiarizando con este mundo iré subiendo lo que haya escrito. Saludos a todos.