sábado, 14 de junio de 2008

Fanático de Sony

Cierta tarde de verano, de esas que obligan a cuestionarse si era realmente necesario salir, ocurrió algo curioso en el colectivo en el que yo a la sazón viajaba. Desafiando la abulia y el desgano generales, subió un “simpático” vendedor a bordo, con la noble misión de proveernos de unos curiosos, y a mi juicio, bastante contrahechos, auriculares de marca Sony. Digo contrahechos ya que estaban empaquetados en unos blister de cartón de apariencia muy poco atractiva, y tenían diseños extrañamente irregulares y de colores más o menos primaverales; es decir, no satisfacían absolutamente ninguno de los criterios que nuestra costumbrista mente de consumidores espera de los productos tecnológicos.
Completando el cuadro de desubicación y bizarría, el propio vendedor no era mucho mejor que sus dudosos productos. Rengueaba ostensiblemente con la pierna izquierda, cargaba con un bolso azul de lo más incómodo, y su voz provocaba la sensación de estar siendo “acariciado” por una lija. Sin embargo, eso no era lo peor; debido a vaya uno a saber qué causa, sus mandíbulas izquierdas permanecían siempre juntas e inseparables, cual recién casados en luna de miel. Esta pintoresca unión resultaba en un perturbador siseo acompañado por esporádicos escupitajos, supuestamente involuntarios, que se proyectaban desde las mandíbulas que sí se abrían.
No obstante, pese a todas estas imperfecciones, o tal vez gracias a ellas, este hombre me parecía digno de admiración. El hecho de que una persona así se animara a enfrentarse con ese calor asesino, cargando ese molesto bolso, para ofrecer esos antipáticos auriculares a unos pasajeros totalmente avasallados por ese inhóspito clima, era aplaudible. Me pareció la muestra de coraje, tenacidad y perseverancia más impactante que había visto en mucho tiempo. Ya estaba paladeando mi simpatía cuando el infortunado vendedor perpetró el peor atentado posible contra lo poco que restaba de su buena imagen.
Frente a lo que debe haber sido una patética muestra de desconocimiento de la marca por parte de la persona sentada delante de mí, el personaje montó súbitamente en una ira irrefrenable y voraz contra todos nosotros, insospechados cómplices de la supina ignorancia del de adelante. Olvidando por completo conceptos básicos de un vendedor (simpatía, buena educación, respeto, y por qué no, mucha paciencia), el hombre comenzó a increpar duramente al pasajero, recriminándole su desconocimiento de la benemérita marca Sony. “Cómo no sabe lo qué es Sony... una de las principales marcas del mundo en tecnología... por Dios, que público este...”. Demás está decir que en la “u” de “público” se precipitó un escupitajo de lo más desagradable, que impactó a pocos centímetros de mi pierna. Mientras me reponía del shock, y evaluaba seriamente la posibilidad de huir de las iras del fanático de Sony, una palabra me retumbaba en la cabeza: “público”. ¿Acaso es público el pasaje de un colectivo? ¿Tiene “público” un vendedor”? ¿Cuál era la función a la que habíamos asistido? ¿Tan espectacularizada está nuestra sociedad, que por el solo hecho de sentarse uno ya es público? ¿Se concebía este hombre a sí mismo como un espectáculo? Mientras reflexionaba sobre estos tópicos, y esquivaba los escupitajos, decidí declinar la oferta de los auriculares, y rogar que Sony nunca más me ofreciera nada a bordo de un colectivo.

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