El viaje en colectivo fue largo: una hora y media. Y ni siquiera me dejó cerca; tuve que caminar once tortuosas cuadras desde la terminal hasta mi destino, cuadras que no son en línea horizontal, sino que se caracterizan por un constante subir y bajar de los andenes-vereda que tan típicos son en el barrio de La Boca. A pesar de estos inconvenientes, yo estaba de buen humor; era un mediodía soleado y fresco, e iba a volver al barrio al que hacía siete años que no iba. ¿El motivo? Una exposición de pintura en un lugar conocido como “Conventillo Verde”. “¿Seguro que no es en la fundación Proa?” me habían preguntado los que sabían de mi viaje, a lo cual yo, ignorante de la geografía boquense, me había encogido de hombros. Era, ni más ni menos, un viaje a la aventura.
Bajé en la terminal del colectivo, y como suele suceder, descubrí que estaba perdido. Sabía que debía enfilar “hacia arriba” en la numeración, y empecé a recorrer las calles del barrio, no pudiendo menos que sentirme un extraño en aquel entorno. Baste un ejemplo para ilustrar esta sensación: tras subir y bajar las escaleras de dos o tres veredas, descubrí que dicha conducta no era muy común entre los habitantes de la zona, quienes simplemente caminaban por la calle, sin desgastarse tanto. Aliviado por la idea de que no era necesario tomarse aquellas escaleras tan a pecho, procedí como ellos. Ya una primera sensación me invadía; y era la de estar en una especie de remoto confín de algo, cerca de una frontera (lo cual era cierto, a escasos metros estaba el Riachuelo que nos separa de la Provincia). Una desusada tranquilidad para un mediodía hábil, patente incluso en las avenidas, y un extraño silencio no parecían corresponderse con la imagen de caos que constantemente nos sugiere esta ciudad. Finalmente, llegué a la ribera, y suspiré aliviado; ahora sólo había que seguir “subiendo”, y en algún momento me encontraría con la esquiva calle Magallanes. Mientras marchaba con renovados bríos por Don Pedro de Mendoza, noté que el escenario se transformaba notablemente: de las casas y conventillos derruidos, grises y tristes de la zona portuaria, estaba pasando a una sucesión de edificios coloridos y pintados “como para el turista”, de los cuales el más importante era el museo del célebre pintor Benito Quinquela Martín. Con una sonrisa irónica por la exagerada y caricaturesca metamorfosis, finalmente llegué a Caminito y Magallanes. Como era de esperar, aunque siempre sorprenda el toparse con dicho espectáculo, fui recibido por numerosas parejas que danzaban tangos y milongas y que eran fotografiados, e incluso invitados a bailar, por decenas de relajados turistas que disfrutaban el espectáculo. Acompañado por la música y la mística arrabalera, me encaminé al 890 de Magallanes, para encontrarme con una reja verde que hacía las veces de puerta, y un cartelito que rezaba “Celia Güichal: toque timbre”. Hice lo que se me pedía, y al instante apareció una mujer vestida con un estilo francamente bohemio, quien muy amablemente me hizo pasar y me condujo hacia el salón destinado a la muestra.
El lugar es, como su nombre lo indica, un antiguo conventillo, que fue conservado casi intacto para hacer de él un centro cultural sin fines de lucro. Tiene un estilo muy íntimo (“al fin y al cabo, es una casa”, diría sabiamente la mujer que me recibió), es muy luminoso y posee varias ventanas a la calle Magallanes, de manera que, intercaladas entre los cuadros, uno podía ver las imágenes de lo que sucedía en la calle. Cómo estaba solo, me dispuse a disfrutar a pleno de la muestra y de su singular entorno, envuelto en los mágicos acordes que provenían del zaguán del conventillo, y que me parecieron llegados desde Oriente. No podía menos que sentirme como se deben haber sentido los personajes de la película “Al otro lado del mundo”, en esa China distante, de ensueño y sin embargo real.
La exposición versa sobre el tema de los sueños y la memoria onírica; tema que siempre es, por cierto, muy atrapante. La autora cuenta, en un folleto, que pinta para recordar e intentar comprender a “esos maestros, que traen una voz sabia, lúcida y poderosa”. En sus cuadros, se advierte por un lado el predominio del color azul (tradicionalmente asociado al sueño y al descanso), y por el otro, una magistralmente lograda mezcla de fantasía y realismo. O bien el fondo es caótico y confuso y sobre él se recortan figuras nítidas, o bien es al revés, pero la artista logra transmitirnos ese extrañamiento que nos causan los sueños, esos dos componentes “real” e “imaginario” cuyo entrelazamiento es motivo de fascinación para tantas personas, entre las que me incluyo. A pocos cuadros de comenzado el recorrido, es imposible no advertir la presencia de otro tema muy fuerte en las obras, y que es el Norte argentino, sobre el cual la autora dirá que es “un lugar que atravesó mi vida como un vertiginoso viento”. El Norte se hace presente en nombres y geografías representados en obras tales como “Algarrobo”, “Vértigo en Maimará” y “Pachamama”. La exposición concluye, de manera admirable, con el cuadro “Hacia la liberación”, que representa a un grupo de figuras rojas saliendo en fila de una suerte de cárcel oscura; y me parece loable este final ya que transmite un mensaje de infinita belleza y de llamado a la libertad y, principalmente, a la liberación, que no es lo mismo. Repasando un poco la historia, podemos encontrar que tal vez este mensaje esté dirigido al Norte, sojuzgado, oprimido y callado tantas veces, y que esta liberación empiece, justamente, como un sueño, como una utopía, como una voz que habla desde lejos.
Bastante conmovido e impactado por la muestra y la música que llegaba desde la calle y el zaguán del conventillo, me dispuse a recorrer el resto del lugar, mirando las otras obras que se hallaban exhibidas. La mujer que me había abierto la puerta se unió, y me contó, entre otras cosas, que en los pisos superiores de la construcción funcionan talleres de artistas que aún siguen produciendo obra. También me contó que el barrio estaba mejorando muchísimo, y que constantemente se estaban abriendo nuevos circuitos turísticos y artísticos, que están desplazando a Caminito de su tradicional hegemonía como referente de La Boca. Muy agradecido por estas informaciones, salí a la calle y decidí recorrer las inmediaciones, cual turista despreocupado. En el recorrido, un Maradona de mentira muy bien mentida me saludó y me ofreció sacarme una foto con él. Diversos mozos y promotores de restaurantes me ofrecieron asiento y comida en sus lugares, y mientras amablemente me negaba, no pude dejar de advertir la extraña circunstancia de que sus acentos sonaban muy poco criollos. ¿Sería aculturación producida por el constante roce con los turistas? Ligeramente decepcionado por la circunstancia, me encaminé hacia un puesto callejero donde, a falta de choripán, adquirí una generosa hamburguesa completa que saboreé mirando el Riachuelo que a tantos artistas inspiró. Y no pude menos que sentirme invadido, nuevamente, por ese sabor de cosa irreal, atípica, lejana, casi exótica; y que se potencia aún más cuando uno comprueba, Guía T mediante, que en realidad no está muy lejos, sino más bien, muy cerca.
sábado, 14 de junio de 2008
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